Hay personajes que descuellan como constructores de instituciones y trascienden bajo este título. Napoleón promovió el gran Código Civil y fundó el Consejo de Estado, de los que dan cuenta las inscripciones en su tumba en Paris. En el mismo mausoleo se alude a las batallas libradas por el combativo emperador. Pero el estudioso de la historia puede concentrarse en las instituciones napoleónicas que han iluminado un buen trecho de la historia universal.

También hay personajes  –la cara oscura de la luna–  cuyo mayor esfuerzo, deliberado y empeñoso, se cifra en demoler las instituciones de la nación. Hoy padecemos en México un afán desbocado por destruir instituciones, o al menos mellarlas, desacreditarlas, disminuirlas. Este ímpetu destructor será un dato que recoja la historia cuando se haga el balance de la actual administración.

El titular del Poder Ejecutivo ha militado contra la propia institución presidencial, quebrantada y oscurecida. Y ha arremetido contra otras, por las que también debiera velar y a las que ha combatido con saña. Habrá tiempo para hacer el recuento de las bajas pretendidas y logradas por este ejercicio devastador en las filas de las instituciones que los mexicanos de hoy recibieron como legado de previas generaciones. Ahora me  ocuparé en mencionar una vez  más  –lo hice antes; lo han hecho muchos analistas–  la embestida que el Ejecutivo ha enderezado en contra del Poder Judicial de la Unión, institución de la República.

“El Supremo Poder de la Federación se divide para su ejercicio en legislativo, ejecutivo y judicial”, dice el artículo 49 de la Constitución. Esta división de poderes  –o bien, hoy día, distribución de funciones–  es un principio sagrado del orden republicano, democrático, liberal que emergió al declinar los despotismos en el siglo XVIII. Ahora bien, aquella división no constituye un valor por sí misma, sino por ser  garantía de los derechos humanos. Así lo proclamó la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano en 1789. Y así lo entienden las sociedades democráticas que luchan por subsistir en este azaroso siglo XXI.

La existencia de los tres Poderes requiere que cada uno opere con independencia de los otros, respetando sus respectivas fronteras y atribuciones. En rigor, debieran actuar al unísono en la defensa de su misión, de su operación y de su prestigio: no para beneficio de los poderosos, sino para bien de los ciudadanos. Entre esos tres reductos del Estado de Derecho hay uno que vela por la regularidad constitucional y democrática y funciona como baluarte final de los derechos y las libertades. Este poder vigilante es el Judicial, cuya voz prevalece sobre la de los otros poderes y define, al final de los conflictos, las soluciones que manda la ley y prohíja la razón.

Ha llevado mucho tiempo e infinito trabajo la construcción del Poder Judicial en México, con horas de luz y horas de sombra. Es una institución de seres humanos, con las debilidades y las fortalezas propias del ser humano. Se le ha sometido a cambios y reformas de gran alcance, que abrieron nuevos horizontes y pretendieron fortalecer la función del juzgador como árbitro de los conflictos y muralla contra el desbordamiento del poder. En esta función, la magistratura debe afrontar los vientos con que la combaten quienes aspiran a gozar de fuerza ilimitada y a establecer su voluntad donde debiera imperar, solamente, la voluntad de la ley. No digo de cualquier fórmula revestida con la palabra ley, sino de aquella que posee legitimidad y se halla al servicio de la democracia y la libertad.

En estos días, o mejor dicho, a lo largo de estos meses  –que ya se cuentan en términos de años–  el Ejecutivo Federal ha contendido sin razón y sin mesura contra el orden judicial mexicano y las instituciones en las que éste se concentra o que utiliza para el desempeño de su misión. Al inicio de este inquietante periodo de gobierno, el Ejecutivo adoptó medidas que tropezaron con el bastión judicial. Muchos ciudadanos, afectados por aquéllas, recurrieron al juicio de amparo, y varios juzgadores concedieron la suspensión provisional de las medidas más cuestionables. Desde ese momento, contrariada su voluntad soberana, el Ejecutivo arremetió contra el judicial. Multiplicó las acusaciones y los denuestos, denigrando a los jueces y magistrados que se cruzaron en el camino de su poder omnímodo.

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La consulta

Esta contienda ha persistido y se ha recrudecido hasta un punto que jamás supusimos (pero que debimos suponer). A propósito del cuestionamiento judicial de un artículo de ley notoriamente inconstitucional  –el ya famoso artículo 13 transitorio de la Ley Orgánica del Poder Judicial Federal–, el Ejecutivo se ha tirado a fondo, a despecho de la ley y de la razón, cubriendo de injurias a la judicatura, que ha soportado ese encono absolutamente irracional. En el extremo de su aversión hacia la judicatura, el Ejecutivo ha declarado ante la nación que el Poder Judicial está “podrido”: así, sin mesura ni salvedad. Y ha manifestado que los ministros del más alto tribunal son ineptos para llevar adelante la reforma judicial.

El gran poder lanza los proyectiles desde su cañón favorito, las mañaneras de Palacio Nacional. Los embates del Ejecutivo no resisten el menor análisis; carecen de sustento, de razón y de legitimidad. Pero agravian sin derecho a millares de servidores del Poder Judicial, jueces, magistrados y otros funcionarios de la justicia que no merecen las calificaciones que se les propinan, ni tienen por qué doblar la cabeza y recibir en silencio la cascada de invectivas con que se desacredita su función y se les exhibe ante el pueblo. Hay que traer a cuentas una vieja expresión: “calumnia, que algo queda”. Y seguramente algo o mucho está quedando en el ánimo popular merced a estas arremetidas del presidente de la República  –¡nada menos!–  en contra de un Poder de la Federación.

Al inicio de esta nota me referí a la disposición constructora de instituciones y a su contrapartida, la manía destructora, gobernada por el capricho y la pasión. Es lamentable que un funcionario de supremo rango no advierta que la magistratura, aplicadora de la ley, debe frenar las decisiones que no tienen fundamento en ésta y ha de levantar una muralla infranqueable contra determinaciones que contravienen la Constitución y subvierten el orden jurídico. En este ejercicio, los juzgadores no deben actuar, a su vez, con ira o rencor, sino conforme a la ley. Es su obligación indeclinable, contra viento y marea, como indeclinable debiera ser el apoyo que el Ejecutivo debe brindar al Judicial, con el que comparte la misión de servir al pueblo. A cambio de esto, lo que nos brinda es un espectáculo con los peores augurios: batalla constante y campal, Ejecutivo vs Judicial. Preferiríamos que tan poderosa energía se cifrara en bien de la Nación, creando instituciones bienhechoras. De éstas no hay ni una sola en la crónica de la belicosa transformación.