Hace unos días, 10 de noviembre de este incierto 2021, acompañé a la directora de Siempre, mi dilecta amiga Beatriz Pagés Rebollar, a la ceremonia de entrega del Premio José Pagés Llergo a compatriotas que se desempeñan en distintos espacios de la vida de México. En esa reunión, entusiasta y reflexiva, se pasó revista a graves problemas que hoy afrontamos y se dio cuenta de sugerencias para resolverlos o al menos aliviarlos. Excelente ejercicio civil, que recoge legítimos anhelos.
En esta ocasión recordamos de nuevo a José Pagés Llergo, ilustre periodista, mexicano de una pieza, talentoso y combativo. Conocí a don Pepe —o Pepe, como él me permitió que le llamara— hace muchos años. Fui uno más en el amplio número de lectores de la Revista Siempre, fundada por el jefe Pagés —otro nombre con el que le saludamos —, que ha sido baluarte del pensamiento libre y aún se yergue en esa trinchera republicana.
En la vanguardia de las causas nacionales, Siempre mantuvo y sostiene una línea independiente y combativa, para bien de nuestro país y de quienes fuimos —y seguimos siendo— sus lectores asiduos. En la portada de su número fundacional y de los que seguirían, año tras año, la Revista hizo gala de su santo y seña: Don Quijote, armado de una lanza poderosa y asistido por el fiel escudero Sancho. Don Quijote, romántico, señorial, beligerante.
La tradición que inició el jefe Pagés se mantiene viva en las manos y el talento, la honradez intelectual y la valentía civil de su hija Beatriz Pagés Rebollar, Directora de Siempre y animadora del Patronato que otorga el Premio al que me he referido. Los asistentes a la ceremonia sabíamos que Beatriz haría uso de la palabra y aguardábamos su participación con enorme interés. Produjo un espléndido discurso, muy esperado. La escuchamos y leemos semana a semana en sus vibrantes alegatos. Como el Quijote, Beatriz rompe lanzas, exhibe los graves desaciertos que pueblan nuestro espacio político y reclama la acción y las palabras de quienes deben ejercerlas con buena voluntad y patriotismo.
A Beatriz sucedieron en la tribuna varios oradores, entre ellos el distinguido exrector universitario José Narro, que también sabe del amor a México y de la expresión libre y combativa. No pretendo hacer el relato, ya formulado en esta Revista, de las palabras de todos los oradores en sus mensajes pertinentes y aleccionadores. Pero no omitiré mencionar el discurso vigoroso y comprometido —nunca incendiario, siempre veraz y elocuente— de Lorenzo Córdova Vianello, presidente del Instituto Nacional Electoral, que subió a la tribuna con el afecto y el aprecio del público, para referirse a la misión constitucional del órgano autónomo a su cargo, asediado por quienes pretenden mellar los cimientos de nuestra joven democracia.
El mensaje de Córdova tuvo que ver con las instituciones políticas de México, también mencionadas en los alegatos de otros oradores en la ceremonia del Premio Pagés. Quien alude a la democracia, la pretende y libra las batallas que implican su desarrollo y fortalecimiento, suele referirse igualmente a los derechos humanos: prerrogativas esenciales que amparan la dignidad del ser humano desde la cuna hasta la tumba, como se ha dicho con expresión afortunada.
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Derechos humanos, que lo son de todos, vigentes a lo largo de la vida, sin condición ni menoscabo. Derechos cuya preservación constituye el primer deber del Estado moderno. Así lo aseguraron todas las declaraciones a partir de los últimos años del siglo XVIII. Tanto la Declaración francesa de Derechos del Hombre y el Ciudadano, de 1789, cimiento de la democracia, como la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de 1948. Ambas señalan que la ignorancia y el menoscabo de los derechos fundamentales es la principal causa del infortunio de las naciones. Antes, ahora y siempre.
Por ello es necesario —indispensable, mejor dicho— tomar el pulso de lo que entendemos como Estado de Derecho y del verdadero estado que en él guardan los derechos de los seres humanos: no apenas la proclamación, que consta en numerosos documentos, sino la práctica efectiva, que no impera como debiera. Se ha dicho que el Estado de Derecho es, en esencia, un estado de derechos, y que bajo esa luz debemos ponderar los aciertos y los defectos, las grandezas y las miserias de aquél, sus implicaciones, su vigencia y su destino. Por eso es preciso revisar con mirada rigurosa e incisiva la situación de los derechos humanos en México, tan presentes en la Constitución de la República y proclamados en el discurso oficial, palabras nuestras de cada día. Revisemos algunos botones de muestra.
Hay un derecho humano a la protección de la salud y de la vida, derecho primordial de cuya satisfacción depende el ejercicio de todos los derechos. ¿Cómo ponderar la tutela de este derecho radical y decisivo, considerando la situación que prevalece en la atención de la salud —que desemboca en la preservación de la vida— evidenciada en estos años de pandemia que han diezmado a nuestra población y sembrado el luto en las familias de millares de mexicanos?
Hay un derecho humano a la seguridad y la integridad de los individuos, liberados de la angustia y el temor, como reclaman textos constitucionales e instrumentos internacionales en el mundo entero. ¿Cómo apreciar este derecho, también primordial, en vista del incontable número de víctimas de la violencia y el crimen, que señorean la vida de los mexicanos, desprotegidos y amedrentados?
Hay un derecho humano a la justicia, que es la puerta de acceso a la garantía de todos los derechos, justicia que se ejerce en muchos órganos del poder público, custodios de nuestros legítimos intereses. ¿Cómo analizar ese derecho cuando la impunidad prevalece y la acción del Estado demora o fracasa en la antigua misión de dar a cada quien lo suyo?
Hay un derecho humano a la libre expresión de las ideas, que abarca tanto la emisión del pensamiento, sin indebidas cortapisas, como la recepción de los datos que obran en poder del Estado y que servirán a los ciudadanos para normar su vida y asegurar sus pasos. ¿Cómo valorar ese derecho cuando el poder público intimida a quienes lo ejercen, cuestiona la verdad que éstos propalan y dice poseer otros datos, que jamás expone ni analiza, para ensombrecer el testimonio de los comunicadores y la expresión plural de las ideas?
Hay un derecho humano a los beneficios del arte y la ciencia, el desarrollo y la tecnología, derecho cada vez más relevante en esta sociedad del conocimiento, fundamento del progreso. ¿Cómo ponderar ese derecho cuando se siembran obstáculos al despliegue de la ciencia y se cuestiona la dignidad de quienes desarrollan sus investigaciones, su docencia, su difusión de la ciencia en un ambiente hostil, que reduce estímulos y multiplica obstáculos?
Hay un derecho humano al buen nombre, el prestigio que proviene del ejercicio libre y digno de una función pública o privada. ¿Cómo apreciar ese derecho cuando cada día se arremete contra ciudadanos identificados, escarnecidos, agraviados, o contra grupos enteros de la sociedad, exponiéndolos al descrédito y el asedio de sus conciudadanos?
Hay un derecho humano a los beneficios de la democracia, asociados a otros derechos fundamentales, prenda de la democracia: ésta es un derecho de los pueblos, dice la Carta Democrática Interamericana, y por lo tanto de los individuos que integran esos pueblos y dependen de la democracia para satisfacer necesidades radicales y encauzar su vida individual y colectiva. ¿Cómo valorar ese derecho bajo el imperio de mayorías arrasadoras y discursos que siembran odio y discordia?
Por supuesto, podría proseguir la relación de derechos humanos reconocidos por nuestra Constitución y por el Derecho internacional de los derechos humanos, suscrito por el Estado mexicano. Pero no puedo ir más lejos en una nota periodística, que debe ser breve y directa. Por lo tanto, dejo a los lectores la reflexión que pudieran entrañar los párrafos precedentes y la que pudiera traer la invocación de los otros derechos que nos conciernen y de los que no siempre disfrutamos.
El enrarecimiento en la práctica de los derechos humanos, las grandes contradicciones que aquí se observan, el abismo que media entre las palabras y los hechos, sugiere que lejos de existir —y avanzar— una generalizada práctica de los derechos, las libertades y sus beneficios, se está presentando un fenómeno de otro signo: la difusión del infortunio. La pérdida de derechos —a pesar de las palabras escritas en las leyes y dichas en los discursos— o la mengua en el ejercicio efectivo de éstos implica esa difusión sombría. Conviene examinar de nuevo estos avatares a la hora de ponderar el desarrollo de nuestra democracia y del Estado de Derecho: ¿iluminados o sombríos?

