La sombra del caudillo (México, 1960) de Julio Bracho. Guión de él y Jesús Cárdenas, basado en la novela homónima de Martín Luis Guzmán, con Tito Junco, como Ignacio Aguirre.
La película fue prohibida en México durante 30 años porque, según la Secretaría de la Defensa Nacional, denigraba al País y sus instituciones y ofrecía una visión falsa de la historia y del Ejército Mexicano. En 1990 se estrenó comercialmente. En 1991, Diana Bracho recibió el Ariel especial de oro por la película, en nombre de su padre.
Mucho se ha escrito sobre la novela y la película. Un testimonio sobre el hecho fue escrito por Fernando Benítez (Escenas ejemplares de la guerra, del capítulo Calles: avances capitalistas y retrocesos dictatoriales, del libro Lázaro Cárdenas y la Revolución Mexicana. II. El Caudillismo). He aquí un resumen del testimonio:
“… opositor definido era el general Francisco Serrano, exsecretario y amigo íntimo de Obregón… emprendió la peregrinación a Cajeme. Serrano era hechura de Obregón que lo veía como a un hijo. No se había distinguido en la guerra ni a causa de sus ideas sino por sus derroches inauditos, su simpatía humana y su clara inteligencia. Se ignora lo que hablaron el grande y el pequeño general. Quizá Obregón toleró su entrada en la campaña para tener un opositor y demostrar que un amigo suyo podía aspirar a la presidencia, el caso es que, al regresar, Serrano publicó un manifiesto conciliador. No conocía a su Jefe, ni supo entender que el antiguo afecto se había trocado en un sentimiento de rencor y desprecio… A finales de septiembre (1927) se fue precisando el rumor de que Serrano y otro general, Arnulfo Gómez, proyectaban rebelarse. El cuartelazo, que significaba extremar su oposición al obregonismo, era un acto de locura suicida, explicable teniendo en cuenta la ambición de los generales, su indiferencia a los sufrimientos del pueblo y aquella propensión de jugarse la vida a una carta creyendo en el milagro. El día 2 de octubre lo que venía gestándose estalló de pronto. Varias guarniciones estacionadas en Balbuena al mando del general Héctor Almada se sublevaron abandonando la ciudad y con ellos desaparecieron Serrano y y Gómez. Aquel no se fue muy lejos. Ese mismo día esperaba tranquilo en el Hotel Principal de Cuernavaca, acompañado de trece amigos suyos, las noticias sobre el “éxito de su golpe”. El hecho de que se exhibiera despreocupadamente con sus compañeros de rebelión y en vez de encabezar las tropas sublevadas se entregara a su pasatiempo favorito de apurar innumerables copas de coñac, demuestra su total irresponsabilidad, su inocencia o al menos su mínima participación en el cuartelazo. Allí fue aprehendido sin ofrecer resistencia por el Gobernador de Morelos y no por el Jefe de las Operaciones Militares, posiblemente su cómplice, y llevado a la cárcel mientras se formaba un Consejo Extraordinario de Guerra que debería encabezar el general Gavira, Presidente del Tribunal Superior Militar. Al saber la sublevación, el general Obregón abandonó su casa de la avenida Jalisco y se reunió con el presidente Calles en el Castillo de Chapultepec.
No durmieron planeando la contraofensiva de la sublevación que se extendía imprecisa por Torreón, Zacatecas o Pachuca. El general Claudio Fox, Jefe de las Operaciones de Guerrero, hallándose casualmente en la ciudad de México, se presentó en el Castillo a las 5 y media de la mañana del día 3 para “recibir órdenes” y encontró al Presidente, a su yerno Fernando Torreblanca, al general Obregón, al general Amaro, Secretario de Guerra, y al general José Álvarez, Jefe del Estado Mayor, tomando café en una sala baja del Castillo. Calles le ordenó que esperara… Un poco después, el Presidente llamó a Fox y le dio instrucciones. Se había ordenado al general Enrique Díaz, por medio de un telegrama, que trajera a los presos de Cuernavaca, y los entregara a Fox en alguna parte del camino.
Lo acompañarían 50 artilleros que ya lo estaban esperando al mando del coronel Nazario Medina en el vecino cuartel de la Piedad. Antes de entregar la copia del telegrama enviado a Díaz escribió en el margen: “Ejecute a los prisioneros y conduzca los cuerpos a ésta.” El propio Amaro salió fuera con él y lo llevó hasta su automóvil, un Lincoln azul, rodeado de oficiales que habrían de acompañarlo, recomendándole el cumplimiento exacto de las órdenes recibidas.
En la Piedad aguardaban 50 artilleros y 18 “fotingos” que el coronel Medina había alquilado o requisado. La comitiva se puso en marcha. Los autos, destartalados, subían trabajosamente las empinadas cuestas de la cordillera y se detenían con frecuencia porque se les reventaban las llantas o se les calentaba exageradamente el motor. Cerca del pueblo de Huitzilac, Fox encontró la caravana que conducía a los 14 conjurados. Venían en tres autos y dos coches postales escoltados por 100 soldados que marchaban a pie. Fox le mostró la copia del telegrama a Díaz y éste le exigió un recibo por la entrega de los presos, a lo que se negó Fox diciendo que bastaba con la orden del Presidente.
Bajaron llevando las manos atadas a la espalda con alambres, menos obviamente Augusto Peña, a quien le faltaba un brazo por lo que le decían el “Manquito Peña”. Serrano “sonriente y fatalista” le preguntó a Fox sobre el levantamiento de las tropas y la orden que traía. -El levantamiento no tuvo importancia- respondió Fox-. Tengo órdenes de conducirlos a la ciudad de México. Le faltó valor para decir la verdad. Fox no era un soldado vulgar. Había estudiado en la Universidad de Tucson y en Pennsylvania mecánica y electricidad, carrera que interrumpió el cuartelazo de Huerta.
Siendo originario de Sonora, entró muy joven a la Revolución y había ido ascendiendo paso a paso hasta lograr los laureles del generalato sin matar a nadie “con su propia mano”. “Comprendía -confesó más tarde- la terrible responsabilidad que pesaba sobre mí en aquellos momentos horribles. Me sentía agobiado. No quería cumplir las órdenes fatídicas. Sentía repugnancia pero no podía eludir su cumplimiento y ni siquiera discutir el mandato recibido directamente del jefe del gobierno constituido… Reflexioné sobre la triste condición de un soldado que tiene que cumplir una amarga tarea. Vacilé. En mi pecho se desarrollaba una intensa pugna interior, se me presentó con diáfana claridad el conflicto de poderes”. Los sentenciados esperaban, reposados y sonrientes, sabiendo la suerte que les aguardaba.
Uno de ellos, el licenciado Martínez de Escobar, llamado por su elocuencia “Lengua de Plata”, se dirigió a Fox: -Señor general. Permítame usted que dirija la palabra a los soldados para arengarlos. -A los soldados sólo podemos hablarle sus jefes. -Yo soy ciudadano y tengo derecho de hablar- arguyó exaltado “Lengua de Plata”. –Usted será lo que quiera, pero usted no puede hablar. Insistió Martínez, pidiendo la intervención de Serrano. –No se puede. Ya ves lo que te contestó Fox- concluyó el general. “La rueda dentada que giraba en el cerebro enloquecido” de Fox, seguía marchando. Caía la noche y era necesario decidirse. El general ordenó entonces que un oficial, acompañado de tres artilleros “fusilara” a cada prisionero al lado de un auto, respetándoles la cara, sin “hacer carnicerías, ni saquearlos”, es decir sin ensañarse en los agonizantes y en los muertos, como era la costumbre, mientras la tropa se desplegaba la borde de la carretera. No quiso contemplar la ejecución.
Se alejó más de un kilómetro arrastrando consigo al coronel Medina y aguardó. En eso, llegó un auto con los faros encendidos. Fox le cerró el paso. Eran agentes de la policía secreta que iban a Cuernavaca al mando de su jefe. En el silencio de la alta montaña se desató una tempestad de disparos. El jefe de la policía, ignorante de lo que ocurría comento: -Serán cohetes de un pueblo de indios que celebran algún santo. Fox, ausente, se limitó a contestar: -Probablemente… Volvió a reinar el silencio y de pronto, sonó otra ráfaga aislada de disparos. Fox perdió el resto de su cordura. Le pidió a Medina averiguar “de que se trataba”, pero no pudo contenerse y lo siguió. Serrano yacía en el suelo.
Muerto ya, despojado de uno de sus zapatos. Fox, delirante, amenazó con fusilar a los oficiales y soldados culpables del recién iniciado saqueo. De la sombra saltó el zapato faltante cayendo a los pies del general. Medina informó sobre la causa de los últimos disparos. Al subir los cadáveres a los autos, un oficial advirtió que sumaban 13 y preguntó en voz alta por el preso que faltaba. De la oscuridad del monte surgió una afirmación arrogante: -El preso que falta soy yo. Las ametralladoras Thompson se volvieron hacia el sobreviviente -un licenciado Villa Arce-, que murió al instante…”
Martín Luis Guzmán, comenta Fernando Benítez, cierra su libro con el episodio novelesco de un general que al día siguiente de la matanza se presentó en la mejor joyería de México, compró brillantes por un valor de 20 mil pesos y pagó con un fajo de billetes manchados de sangre.
El epílogo del testimonio del hecho, escrito por Fernando Benítez, nada tiene que ver con la película de Julio Bracho:
“A la una de la mañana, la caravana cruzó la ciudad dormida y se detuvo finalmente al pie de la colina de Chapultepec, Fox entró al Castillo. Ahí estaban como siempre Obregón y Calles. El general Informó: -Señor Presidente, sus órdenes han sido cumplidas. Abajo en el bosque, aguardan los cadáveres de los 14 prisioneros. Calles tomó la copia del telegrama que le entregaba Fox donde había escrito la sentencia y la rompió lentamente. Después ordenó al General Enríquez Osornio que llevara los muertos al Hospital Militar para hacerles la autopsia. Obregón permanecía inmóvil y silencioso”.
