En la extensa galería del Derecho, donde se acumulan los temas primordiales de la vida, hay un espacio destinado a la regulación de ciertos temas que figuran en la vecindad de la muerte. Me refiero al régimen de las sucesiones, con sus personajes y sus actos característicos. Entre aquéllos se hallan el testador, los herederos y los legatarios, cada uno con un preciso papel en la escena. Agreguemos la frecuente participación de un confiable fedatario. Y entre los actos de una sucesión destaca el testamento, solemne manifestación de última voluntad. Es bien sabido que muchas vidas se construyen con la mirada puesta en esa expresión de voluntad que media entre el testador y quienes habrán de sucederle.
El autor del testamento —el testador, a quien se suele denominar con una expresión latina: de cujus— resuelve en éste el destino de sus bienes, acorde con los proyectos, los deseos y las pasiones que acumuló en su vida y despliega en el testamento. Hay diversas formas de testar, aunque hoy día es costumbre –regulada– que la última voluntad de quien piensa en su muerte futura y la prepara en su vida presente lo haga ante un notario que da fe de que el personaje que testa se halla en pleno goce de sus facultades mentales y puede disponer, en consecuencia, de los bienes que figuran en la herencia. Por supuesto, el testador sólo puede incluir en su testamento aquellos bienes que le pertenecen, no aquellos que le son ajenos.
Este tema, de suyo escabroso, se puso de moda a raíz de un exabrupto de nuestro primer mandatario, pródigo en ocurrencias. En el marco de un padecimiento cuyas características han despertado múltiples especulaciones, pareció interesarse en su inexorable destino y en las consecuencias que su deceso —mientras ejerce el gobierno que ganó a fuerza de sufragios— podría tener sobre la marcha de la nación. Es esta la primera vez que el mandatario se ocupa expresamente de estas cosas, aunque el curso de los acontecimientos —hechos y dichos— de los últimos tres años pone de manifiesto que siempre ha estado atento al futuro y dispuesto a manejarlo con los golpes de timón que acomodan a su poder omnímodo.
En suma, el presidente se refirió a un testamento político, cuyo contenido reservó, y al propósito que lo guía al constituirse en supremo testador. Podemos suponer que el documento efectivamente existe y también cuál es la intención que se refugia en él. Nuestro caudillo, que ha dado muestras de una infinita pretensión de trascender en lo que ha llamado la Cuarta Transformación -—es decir, un cambio radical en la organización y el futuro de la República que gobierna— pretende establecer desde luego el camino y el destino de la nación. Para ello deberá fijar, como el autor que propone una obra dramática, cierto guión y resolver el perfil y la evolución de los participantes en la obra, sujetos a la soberana voluntad del autor. Por supuesto, estos personajes no han sido formalmente convocados al escenario ni han recibido las orientaciones del testador. Todo se hará cuando se abra el testamento, que será cuando el testador haya exhalado el último suspiro.
Bien que el testador —cualquier testador— sea prudente y previsor y disponga con reflexión y oportunidad lo que deberá ocurrir cuando transite a una vida mejor. Muy bien que así sea, en cumplimiento de las recomendaciones que los notarios hacen a sus clientes y de las expectativas que abrigan los posibles herederos cuando advierten la cuantía de la herencia que podrán disfrutar. Sin embargo, el gran testador ha perdido de vista ciertos puntos que pueden alterar su ansiedad de ejercer la voluntad imperial desde la tumba.
Ya dije que el testador sólo puede disponer de aquello que le pertenece (generalmente se trata de objetos: cosas, bienes muebles e inmuebles), no así de lo que le es ajeno. Y da la casualidad —salvo error que corregirá el mismo testador en ejercicio de su poder imperial— que la autoridad sobre la nación no es algo —una cosa, pues— que pertenezca al supremo testador. Éste debe recordar, con un gran esfuerzo de memoria, que lo que tiene en su haber es el manejo del Poder Ejecutivo mientras disfrute de vida y salud, no el manejo post mortem del Estado mexicano y del pueblo soberano al que ese Estado debe servir.
Otro detalle que parece haber olvidado el supremo testador es que la Constitución General de la República —un documento que seguramente ha podido lee—establece lo que se debe hacer (y excluye lo que no se puede ni se debe hacer) cuando fallece el titular del Poder Ejecutivo. Es posible que las disposiciones constitucionales no sean tan claras y perfectas como sería deseable, pero no hay duda de que no encomiendan al presidente la tarea de resolver, en un acto de voluntad personal, qué pasos habrá que dar y cómo se habrá de organizar la conducción del país cuando llegue el desenlace fatal.
El supremo testador parece ignorar que la voluntad de un personaje de la política, por encumbrado que sea, debe considerar los factores de poder, las circunstancias de operación, las condiciones del país y otros extremos que constituyen eso que llamamos la “realidad” y que no necesariamente se pliega a la ocurrente voluntad del autor de un testamento político con pretensión de ser la Biblia de la nación. Es perfectamente posible –e indudablemente probable– que el río revuelto levante la imaginación de los pescadores mucho más allá del punto al que pretendió llevarlos la imaginación del testador.
Finalmente, un detalle de procedimiento: ignoramos a qué notario se ha encomendado la guarda del testamento y qué instrucciones ha recibido para darle publicidad, cuando llegue el momento de hacerlo. Desde luego, es posible que el documento no se halle en un formal protocolo notarial, sino en manos que el testador considera seguras. Aun así, habrá debate sobre la autenticidad del documento, la autoridad del notario político que lo custodia y el texto de última voluntad. Todo hace suponer que la sucesión testamentaria acabará en un barullo intestado, en el que entren en colisión las voluntades que ya no podrá controlar el testador.
En fin de cuentas, esta ilusión del testamento político naufragará sin duda, atraída por la ley y la razón, pero también por la realidad. El supremo testador no puede disponer de la nación, que no le pertenece, ni trazar el futuro, que escapa a su autoridad.

