El camino elegido por Andrés Manuel López Obrador para llevar a cabo su contrarreforma electoral será el de la imposición unilateral. No le interesan los acuerdos entre las diferentes fuerzas políticas, mucho menos las negociaciones y los consensos con los partidos y las bancadas de oposición. Puesto que Morena no tiene mayoría calificada en el Congreso de la Unión, ni aún contando a sus rémoras del PT y el PVEM, su apuesta para alcanzarla es la cooptación de legisladores opositores mediante amenazas o a través de la concesión de favores (entre ellos la entrega de embajadas, consulados y la promesa de futuras candidaturas).

Las reformas de 1996, 2007 y 2014 permitieron la alternancia de partidos y el establecimiento de mecanismos imparciales y neutrales para la organización de las elecciones. Surgieron a iniciativa de la oposición, que en su momento demandó que los votos ciudadanos estuvieran mejor representados, que las condiciones de la competencia electoral fueran parejas y posibilitaran la alternancia. La lucha política opositora demandó la creación del INE, la emisión de la credencial electoral con fotografía, los tribunales autónomos, limitaciones a la propaganda gubernamental y el principio de imparcialidad a que el gobierno está sujeto por ley. Esas demandas fueron la materia de trabajo de las mesas en que las distintas fuerzas negociaron y tomaron acuerdos. Los consensos alcanzados derivaron en iniciativas de reformas y en dictámenes que, en cada caso, culminaron con la promulgación de normas con más y mejores garantías para la democracia electoral en México.

Lo que Morena y López Obrador pretenden ahora es la imposición unilateral de reglas y condiciones que favorezcan la eternización del grupo en el poder, sobrerrepresentarlo y reducir la presencia de la oposición en los cargos públicos; extinguir al INE y dar paso a una autoridad electoral subordinada al gobierno; retirar el financiamiento público a los partidos opositores y recortar sus prerrogativas, así como otorgar plena libertad a los gobernantes para que se entrometan en las campañas electorales. Por eso no es en modo alguno exagerado afirmar que es una contrarreforma electoral la que quiere López Obrador.

Si las anteriores reformas buscaron solventar las denuncias de la oposición y sus demandas para “emparejar la cancha” de la competencia entre los partidos y sus candidatos, la que persigue López Obrador surge desde el gobierno. Y lo que se pretende desde Palacio Nacional es inclinar la cancha en favor del grupo que está en el poder y garantizar el proyecto transexenal encabezado por el actual presidente. Si las oposiciones demandaron las reformas electorales previas, ahora éste y sus intelectuales orgánicos aluden como motivo la supuesta decisión que “el pueblo” adoptó en 2018 y, descalificando su propio triunfo en las elecciones de ese año, así como las victorias obtenidas por Morena en 16 gubernaturas y en cientos de municipios, denuncia “el fraude electoral de la larga etapa neoliberal”. La motivación de la contrarreforma electoral lopezobradorista no es democrática, pues se origina en la pretensión de una dominación política que se extienda en el tiempo.

Es por ello que su mecánica de procesamiento ni siquiera ha considerado establecer una mesa de acuerdos en que se contrasten las propuestas de las diferentes fuerzas políticas y se negocien acuerdos de consenso. Si acaso, se hará alguna reedición de esos diálogos de sordos que suelen llamarse pomposamente “Parlamento Abierto”, en los que las reflexiones de los expertos convocados se ignoran olímpicamente cuando se aprueba el dictamen legislativo.

El camino seleccionado por López Obrador para sumar los votos requeridos es, además de la férrea disciplina de los legisladores de Morena y sus aliados, el de la cooptación de votos de legisladores de otros partidos mediante un mecanismo de extorsión y recompensa que ya se encuentra en marcha. En lugar de la construcción de consensos en la materia, el plan oficial consiste en construir artificialmente un bloque que alcance la mayoría calificada que se requiere.

La cooptación de legisladores se emprendió empleando dos tortuosos caminos, que son la extorsión y la concesión de favores. En el primero se hacen promesas de impunidad a personajes que tienen asuntos pendientes con la justicia y/o cuentas qué solventar en las contralorías. En el segundo se otorgan premios a quienes aporten votos parlamentarios, consistentes en la postulación en futuras candidaturas o en la nominación a cargos del servicio exterior. En este caso se cuentan ya los ex gobernadores priistas de Sonora y Campeche, Claudia Pavlovich Arellano y Quirino Ordaz Coppel, respectivamente, quienes se aprestan a ocupar cargos diplomáticos a cambio de un número aún indeterminado de votos de legisladores priistas a favor de las reformas constitucionales del Presidente de la República (aparte de que se les acusa de favorecer el triunfo de los candidatos de Morena en sus estados). Muy posiblemente un camino similar seguirán los gobernadores priistas de Oaxaca (Alejandro Murat), Hidalgo (Omar Fayad) y el aliancista Carlos Joaquín, de Quintana Roo.

Frente a la contrarreforma electoral corresponde a la oposición, y sobre todo a la ciudadanía, la defensa de la voluntad popular, de la democracia, de la posibilidad de la alternancia, de la representación política proporcional a la fuerza electoral de cada partido. Esta lucha incluye la defensa del INE, de nuestra credencial de elector con fotografía, el procurar un piso parejo para las y los candidatos que compiten por los votos y, también, es para impedir que los gobiernos de cualquier signo se entrometan en las campañas electorales. Es, ni más ni menos, la lucha por hacer prevalecer el sufragio libre por encima de la arbitrariedad del poder.

 @rafaelhdeze