El sembrador de vientos cosecha tempestades. Cada vez más frecuentes y devastadoras. Ingrato rendimiento de promesas incumplidas y errores frecuentes. Mal que la tormenta caiga sobre el sembrador, pero peor que se vuelque hacia la nación, que no tiene culpa de los desórdenes de todo género que aquel provoca o que no sabe administrar. Los últimos días han sido pródigos en vientos huracanados. Iniciaron hace tres años y hoy arrecian. Nos preguntamos: ¿cómo serán mañana? ¿podrá resistir la República, tan dolida y oprimida, más vendavales? Y si los resiste, ¿cuál será el precio que pagaremos?
Los observadores, unos angustiados y otros irritados, lanzan peticiones o exigencias de paz y cordura, cumplimiento de la ley e imperio de la razón. Pero todas las reclamaciones, desde las más cautelosas hasta las más coléricas, caen en el vacío. No hay respuesta: sólo encono y diatriba, descalificación y cólera. El sembrador de vientos sigue adelante en su labor —que es una arraigada vocación, advertida desde el primer momento— de generar discordias y abatir derechos y libertades, con gran peligro para la estabilidad y el progreso de la nación.
Cuando las arremetidas iniciaron desde la cúspide del poder, depositadas en matinées irritantes y en agresiones sistemáticas, observamos la dirección de los golpes. Se destinaron a dividir a la sociedad y provocar incendios donde había brasas pendientes de prender el fuego. Hubo quien lo atizó, con enorme irresponsabilidad, para satisfacer sus pasiones y sus resentimientos. Y ahora padecemos los riesgos y los males de una nación dividida en la que hay fermentos de contienda. ¿No era misión de gobierno, en una sociedad agraviada, mediar en las tensiones internas y buscar el remedio a las carencias y a las confrontaciones?
Bien que se beneficie a sectores de la población que requieren la acción justiciera de un Estado providente. La consigna “primero los pobres” es inobjetable. Pero mal que ese ejercicio de justicia, que nadie cuestiona, traiga consigo la proclamación de agravios y la propagación de enconos. Y también muy mal que ese clamor populista no se traduzca en hechos que verdaderamente beneficien a quienes se proclama servir, abriéndoles el camino del futuro en vez de incitarlos a retroceder.
El discurso grotesco que comenzó por abatir a los fifís, dóciles frente a la mafia del poder, siguió adelante con la reanimación de los antiguos adversarios decimonónicos: liberales versus conservadores. En este carril, el sembrador de vientos ha lanzado tempestades sobre amplios sectores de la sociedad a la que debiera servir y que se comprometió a pacificar. Trae a cuentas, en pleno siglo XXI (al que no puede ingresar: no está equipado para hacerlo) las batallas que se libraron hace cien o doscientos años y que ya tuvieron su propia cosecha de sangre.
Muy pronto —lo tenemos en la memoria— el hacedor de tormentas se lanzó sobre la prensa y quienes la ejercen —o lo pretenden— con libertad. Por supuesto, aquel personaje tiene derecho, como lo tenemos todos, a las ideas que profesa e incluso a las pasiones que lo cautivan. Pero no lo tiene a incendiar la pradera, denostar las opiniones que no comparte y agraviar a quienes las sustentan. Nadie lo tiene, pero mucho menos quien se halla dotado con la más alta investidura política que confiere la nación.
Estas embestidas contra la prensa, que finalmente comienzan a poner en pie a nuestra sociedad tradicionalmente contemplativa y silenciosa, han mermado derechos y libertades primordiales. Militan contra la democracia y erosionan el Estado de Derecho. ¿Cómo es posible que el primer mandatario de la República, obligado a respetar y garantizar derechos y libertades, impugne a quienes lo cuestionan, pretenda privarles de la palabra, provoque la animadversión de algunos sectores de la sociedad contra los practicantes de la libre expresión?
En los últimos días hemos sido espectadores —cada vez menos dóciles— de agravios inadmisibles que victimaron a un periodista y, en general, a todo un gremio que disiente de las acciones del gobierno y cuestiona las palabras y las acciones de quien se halla al frente y dice proteger la información y respetar a sus practicantes. Asombrado observamos en las pantallas de la televisión, escuchamos en la radio o leímos en los periódicos expresiones inconcebibles en labios de la más alta autoridad de la República.
En la historia reciente de nuestro país, tan atribulado, en la que habíamos presenciado y padecido muchos abusos y desaciertos, no tuvimos la dolorosa experiencia de ver al presidente de los mexicanos, depositario de una dignidad suprema, arremeter con semejante brío contra un ciudadano —o más, contra un grupo de mexicanos— y utilizar instrumentos del poder para difamar y amedrentar. Peor aún: para exponer a quienes no comparten sus ideas ni aprueban sus medidas a acciones de ira y represalia que podrían llegar a extremos gravísimos. De la violencia verbal a la violencia física sólo hay un paso. No debe darlo (pero lo está dando) quien es depositario de la suprema autoridad en una sociedad democrática, que hoy se debate en la incertidumbre y el desconcierto.
Para colmo de males —éramos muchos y parió la abuela, dice una expresión popular— la misma voz iracunda que arremete contra ciudadanos y libertades básicas, también trasciende las fronteras y embiste a países con los que debemos tener relación positiva y respetuosa. El airado combatiente de las matinées cuestiona la conducta de empresarios que abusan de la hospitalidad y merman los recursos de México. Ahora bien, en lugar de comprobar los cargos que formula con furor patriótico y actuar por las vías legales a su alcance, toma la espada y se lanza contra gobiernos y naciones, sin reflexionar sobre el daño que así causa al país que él preside. Estas andanzas lesionan a México. En un brote de xenofobia, alimentada por el recuerdo de muy antiguos males, el orador de las mañaneras promueve frentes de batalla e invita a sus compatriotas a abrir heridas y ejercer venganzas.
Sí, el sembrador de vientos cosecha tempestades. Y claro está que estos torbellinos envuelven y lastiman a una nación que padece múltiples dolencias y clama por la solución de problemas verdaderos que no tienen alivio. Mientras se cubre de denuestos a un periodista y se combate contra el extranjero, los nacionales padecen enfermedades que no se mitigan, enfrentan carencias que no se remedian y violencias que no ceden. ¿Cuándo cesará este ánimo rijoso, esta siembra de odios y discordias, y se aplicará la fuerza de la nación, conducida por manos competentes, a resolver los enormes problemas que nos aquejan?

