Las repúblicas que surgen a la vida independiente se ocupan, entre otros menesteres apremiantes, de integrarse a la comunidad de los Estados soberanos. Requieren este placet para navegar en las aguas difíciles de la vida internacional, e incluso de la nacional, atenta a lo que digan las “naciones extranjeras”. De ahí la necesidad de contar con un órgano a cargo de esta complicada navegación, el ministerio o la secretaría de Relaciones Exteriores (o sólo de “Exteriores”, como se suele decir en otros medios), y emprender y desarrollar una política exterior que ilustre la marcha. No ha faltado quien insista recientemente (usted sabe quién) que la política exterior es la política interior, mirada con otro lente. Sea.
Por supuesto, desde el alba del siglo XIX México actuó en el mundo de las relaciones internacionales, deseoso de contar con el reconocimiento de los Estados más poderosos e influyentes: ante todo, los Estados Unidos de América, motor continental, y varios Estados europeos. Los sucesivos gobiernos de la República requirieron la cercanía, explícita o implícita, de las potencias extranjeras de cuya buena voluntad dependerían el frágil equilibrio de nuestra nación emergente y el suministro de medios para subsistir y progresar. Medios que favorecieran a la nueva república tanto en la vida económica y política como en los lances militares, que abundaron hasta bien entrado el siglo XX. No pretendo analizar aquí el arduo quehacer de México en este orden, invariablemente complejo, delicado, azaroso. Y a menudo impredecible.
Nuestro actual gobierno, enfundado en un discurso nacionalista que en ocasiones ha sido xenófobo, proclamó tempranamente su vocación soberanista frente a cualesquiera pretensiones de otros Estados, que las hay. Bien que así fuera y bien que así sea. Es indispensable que los asuntos de nuestro país se manejen en México y por los mexicanos, aunque no desconozcamos las tensiones que provienen de otras soberanías, sobre todo las más pujantes, que debemos manejar con oportunidad, eficacia y cordura. Aquí hay que actuar con infinito cuidado, amparados en valores y principios que nos guían —de nuevo: bien que así sea— y conscientes de las circunstancias de una realidad indócil.
Creo que esta doble conciencia ha caracterizado a los gobiernos del México moderno, con matices diferentes. Tuvimos que sortear la voluntad de nuestro vecino poderoso (y de otros pretendientes) y operar conforme a los principios y a la conveniencia de nuestro país, que no dispone de pujanza económica y poder militar para enfrentar con fuerza propia a la fuerza ajena que pretende resolver más allá de nuestras fronteras los asuntos que debemos decidir fronteras adentro. Creo que lo hemos hecho más o menos bien, y que en este sentido hemos acuñado una política internacional caracterizada por su independencia (en general) y por su desempeño digno en asuntos extraordinariamente difíciles. De ahí la respetabilidad de México en foros extranjeros e internacionales.
El mandatario que hoy preside tanto la política interior como la exterior no ha seguido el ejemplo, bueno o malo, de sus antecesores en el escenario internacional: viajes frecuentes, entrevistas numerosas, declaraciones constantes. Ha procurado concentrar toda su energía en el interior del país, con un despliegue espectacular que nos tiene donde estamos (¡ay!), y no digo más. En cambio, ha evitado los encuentros internacionales, hasta donde ha podido. Se discute la conveniencia de que así sea.
A mi juicio, conviene ese retraimiento del mandatario, si tomamos en cuenta sus características personales. Mejor que se mantenga dentro del país y no circule por foros extranjeros o internacionales. Cuando se avecina la necesidad de hacerlo, temblamos por el peligro que esto entraña y los riesgos a los que el señor expone a ciento treinta millones de compatriotas que pagan las consecuencias de sus hechos y sus dichos en aquellos foros.
En todo caso, no es fácil y ni siquiera posible mantener al presidente de la República en su domicilio palaciego y en la alborozada compañía de sus devotos. En lo que va del sexenio, que parece un milenio, el presidente ha dado algunos pasos de diagnóstico y pronóstico reservados. Después de una larga espera, no tuvo más remedio que reunirse con su homólogo Donald Trump en una fulminante visita a Washington, a la que fue convocado. Antes y después hubo ofensas a México, deporte favorito del gobernante norteamericano.
No guardamos el mejor recuerdo de esa visita, en la que los dos actores intercambiaron elogios y ditirambos que agradaron a los partidarios de ambos y alarmaron a quienes miraron con objetividad ese intercambio, sus características y consecuencias. Además del canje de regalos y sonrisas, el presidente mexicano omitió todos los temas críticos de nuestra relación bilateral y sólo cubrió de elogios (en ejercicio de una oportuna estrategia) el tratado económico entre ambos países. Obviamente, Trump prevaleció. Sería el inicio de una “larga amistad”, como dijeron los protagonistas del filme Casablanca.
Tiempo después, el presidente mexicano charló virtualmente con el mundo a través de las pantallas de televisión propiciadas por la Organización de las Naciones Unidas. Con sonrisa meliflua —y una tacita de café al alcance de la mano, si no recuerdo mal— formuló ante la Asamblea General algunas consideraciones acerca de la fraternidad universal y otros extremos sugerentes, que no tenían mucho que ver con los fines de la reunión mundial en ese momento.
Ojalá haya calado en la conciencia de su auditorio. Habría rescate más tarde. En un impulso inesperado, el presidente decidió beneficiarse de la presencia mexicana en el Consejo de Seguridad y lanzar una iniciativa que se acogió con cortesía y algunas reservas, y que, de prosperar, traería mayor bienestar a la población de nuestro mundo, tan sufrido. Y no fue más lejos. Ya veremos qué pasa con esa propuesta, cuando llegue el momento de saberlo, acaso con el arropamiento de la Asamblea General, siempre más favorable que el severo Consejo de Seguridad (plagado de vetos) a este género de propuestas.
Luego vendría el despliegue de las Fiestas Patrias, oportunidad para montar un escenario monumental y afianzar relaciones con gobiernos latinoamericanos de la preferencia personal de nuestro mandatario. Muchos comentaristas de este encuentro lamentaron el festival de las dictaduras armado en la Plaza de la Constitución y recordaron episodios trágicos para la democracia continental, sin por ello ignorar las medidas opresivas que han padecido algunos pueblos hermanos a partir de un bloqueo que victima al pueblo, no a sus gobernantes. En todo caso, este despliegue —que nada aportó a los perseguidos y humillados— generó un encrespado debate interior del gusto del mandatario, gran promotor de la división y las confrontaciones, ahora llevadas al orden continental.
La hispanofobia del Ejecutivo se explayó de nueva cuenta en un incidente de regulares proporciones que lo enfrentó con el gobierno español y un conjunto de empresas españolas. Desde hace tiempo, el conductor de los destinos nacionales ha querido que las actuales autoridades de España pidan perdón por los desmanes etnocidas cometidos hace medio milenio, cuando se llevó a cabo, a sangre y fuego, la conquista de los dominios indígenas de Mesoamérica. Cierto que los aguerridos conquistadores, asistidos por la cruz, segaron vidas y destruyeron señoríos, pero no menos cierto que esas malas cuentas se deben atribuir a los opresores de entonces y no a los gobernantes de ahora, azorados por las exigencias del mandatario mexicano.
En lo que toca a las empresas, el mismo mandatario ha reclamado, iracundo, los abusos cometidos por empresas españolas, que lucran holgadamente en México, aliados y protegidos —dice el mismo impugnador— por el gobierno de su país y los displicentes gobiernos mexicanos de signo neoliberal. La ira de nuestro caudillo le llevó a proponer una extraña conducta: “pausar” las relaciones entre México y España.
Nadie entendíó —ni siquiera el promovente— qué significa eso de “pausar”, expresión que carece de sentido en el Derecho internacional. En todo caso, lo que sí se entendió fue el ánimo vindicador del Ejecutivo, que no emprendió recursos legales para exigir rectificaciones o compensaciones económicas, sino se limitó a abrir heridas y favorecer enconos entre españoles y mexicanos. Pero habrá que explorar las posibilidades del verbo “pausar” en las relaciones internacionales. Quizás se trata de una estupenda aportación al Derecho de gentes.
Andando las horas, nuestro caudillo se esforzó en intervenir abiertamente en asuntos de otros países. Para hacerlo eligió a Perú, a donde envió una comisión de funcionarios de alto rango (pues no podríamos enviar fuerzas expedicionarias) para asesorar a su pueblo soberano sobre el manejo de sus asuntos internos frente al asedio de los reaccionarios y neoliberales. Fuimos incongruentes con el discurso que reprueba —y bien— las intervenciones impertinentes, y de paso exportamos, claro está, nuestras preocupaciones y un buen manojo de nuestras ocupaciones. En otro capítulo de los desencuentros internacionales se desahogó el sainete de los embajadores. El presidente recordó que la política exterior es política interior y optó por atender algunas cuitas internas a través de la maliciosa designación de cónsules y embajadores, reclutados en las filas de su antagonista político. Tuvo la ocurrencia de elegir al exgobernador priísta de Sinaloa como embajador en España (¡como si no hubiera suficientes problemas con la península!), para herir al PRI.
En la misma línea nombró a un personaje muy cuestionado por sus aventuras sexuales como embajador en Panamá, país amigo del que no hemos recibido ningún agravio. Poco tardó la canciller panameña en expresar su malestar por este nombramiento. Pero menos tiempo llevó al mandatario mexicano arremeter contra la diplomática panameña, calificándola como “tribunal del Santo Oficio”. Al cabo, modificó la designación de representante de nuestro país ante Panamá, encargo que recayó en otra persona también ajena al servicio exterior. Brotaron a raudales las críticas de los opinantes internos que no aciertan a entender la sucesión de errores presidenciales en la designación de embajadores.
Luego acudieron los hechos que hoy conmueven al mundo. La agresión flagrante de la Federación de Rusia a Ucrania puso a prueba, una vez más, la política internacional de México en esta etapa. Quedaron en vilo los valores y los principios, así como los intereses que habían movido esa política. Desde luego, no desconocemos ni minimizamos los problemas latentes, de mucho tiempo atrás, entre aquellos países, que han corrido la suerte de las disputas entre el débil y el poderoso.
Hubiera sido deseable, y considero que tal vez posible, ir adelante en el complejo diálogo entre los Estados en pugna para evitar el conflicto armado que ha causado infinidad de víctimas, destruido ciudades, generado desplazamientos masivos y empañado la esperanza de la humanidad en la consolidación de la paz. Esta guerra sangrienta está reorientando los procesos internacionales por el cauce de una geopolítica de oscuro destino. Ningún país quedará a salvo de las consecuencias del reacomodo mundial. Tampoco México se salvará de aquéllas, por más esfuerzos que haga nuestro docto conductor en mantenernos a distancia de los agresores y los agredidos. Un subproducto positivo, sin embargo, es la constancia de buena conducta que nos acaba de expedir el canciller de la Federación de Rusia.
El drama sangriento puso a prueba la conducta de México, que se manifestó a través del comportamiento de quien puede adoptarlo en ejercicio de las facultades que le confiere la Constitución General de la República. Conocidos el despliegue de tropas, la invasión territorial, las muertes de niños y adultos, el clamor universal para detener esta matanza y acudir a vías diplomáticas, el Ejecutivo mexicano demoró en responder con la claridad y la grandeza que requería la situación y se contrajo a condenar la violencia en abstracto, sin tocar en concreto la violencia inaudita que se ejercía sobre Ucrania. Extraña reacción de un demócrata, defensor de los derechos humanos, que reprueba sin cesar la intervención extranjera y se pronuncia por la autodeterminación de los pueblos y la solución pacífica de las controversias.
Para restaurar el honor de nuestra política internacional fue necesario que diversos funcionarios del ámbito diplomático salieran al escenario para expresar, sin más ambages, la condena de México a la agresión contra un Estado soberano. Lo hizo en el Consejo de Seguridad la representante alterna de nuestro país. Siguieron el jefe de la misión ante la ONU y el propio secretario de Relaciones Exteriores. Habrá que agradecerles por la dignidad y pertinencia de su conducta, que nos pone a salvo de nuestro propio juicio político y moral, por no hablar —pero hay que hablar— del juicio mundial.
No acaban ahí las andanzas de México en el exterior. Hace unos días, el supremo mandatario rechazó el pronunciamiento del Parlamento Europeo sobre la violencia desatada en nuestro país, que ha victimado a periodistas y a millares de compatriotas. El rechazo del mandatario se volcó en una extraña carta (cuya autenticidad se puso en duda inicialmente) que cubrió de improperios a los eurodiputados, calificándolos como “borregos”, golpistas, vasallos de conservadores y neoliberales que les habrían instruido para golpear al gobierno de este país y frustrar las grandes transformaciones que estamos disfrutando.
El autor de la carta, que por su firma presidencial compromete a México, tildó a los miembros del Parlamento Europeo de injerencistas y les atribuyó mentalidad colonizadora. Se encendió el debate, que pudimos ahorrarnos si el suscriptor de la carta hubiera recordado dos cosas, por lo menos: una, que efectivamente campea en México una incontenible violencia que ha privado de la vida a un creciente número de personas, y otra, que nuestro país forma parte de una comunidad internacional en alerta frente a las violaciones de derechos humanos, que puede y debe tomar posición ante sucesos de la naturaleza y gravedad de los que motivaron el pronunciamiento europeo. Ya no estamos en la era en que se guarda silencio cuando existe un grave problema en otro lugar del mundo, donde se atenta contra los valores más elevados de la humanidad: la vida, centralmente.
No cabe duda de que nuestras relaciones internacionales discurren en el filo de la navaja. Y ésta nos está cortando. Es preciso que los principios constitucionales y la cordura imperen en aquel ámbito de nuestra vida como nación, y también lo es que retornen a la vida interior. Para ello se requiere algo que parece imposible, pero debiera ser practicable: por una parte, reflexión que se traduzca en la voz enérgica de la sociedad mexicana, y por la otra, reconsideración de los problemas y las soluciones por parte de quien hoy conduce la marcha de la nación. Esto último parece difícil, acaso irrealizable, pero aquello debiera ser accesible: alta voz de una nación que no se resigna a ser conducida como lo está siendo, y reclama una profunda e inmediata rectificación. Ésta enérgica reclamación debiera alcanzar las alturas donde mora el poder y se adoptan las decisiones que afectan a la República.

