Bajo este título, Julio Rojo hace una exhaustiva investigación de las bondades de la transparencia de la información en el ámbito de las políticas públicas y la gobernanza (Ediciones Nobel 2020). Acucioso investigador español, arroja ricas luces sobre el tema, y nada más oportuno para México ahora que recientemente se conmemoró -que no “celebrando”, por haber poco que celebrar- 20 años de haberse iniciado el marco regulatorio de la transparencia y acceso a la información.

En esta extensa investigación se deja por sentado que el acceso a la información expedito, exhaustivo y permanente, nutren vigorosamente la confianza de la ciudadanía en sus gobiernos y sus gobernantes, genera a la vez un clima favorable a la inversión y a la creación de empleos, incrementa la seguridad y la credibilidad de los gobernados en quienes tienen en sus manos el manejo de la cosa pública. Los obstáculos, en cambio, y el ocultamiento de información hacen propicia la desconfianza, el dispendio, las malas prácticas y las más diversas formas de corrupción, esto último hasta niveles y formas inimaginables.

Ni duda cabe: el acceso a la información y la transparencia viene a ser ingredientes esenciales de la democracia.

Las tecnologías de la información, en esto que algunos llaman la Nueva Realidad, han marcado una época sin precedentes en el flujo de corrientes de información: según The Radicati Group -se nos dice-, tan sólo en el año 2021 se enviaron diariamente 320,000 millones de correos electrónicos; con cifras de 2015, más de 3,000 millones de personas estaban conectadas a Internet y más de 7,000 millones contaban con una línea telefónica móvil. Esta “sociedad de la información” -define Manuel Castells- es una fase de desarrollo caracterizada por la capacidad de sus miembros (ciudadanos, empresas, y administración pública) para obtener y compartir cualquier información, instantáneamente, desde cualquier lugar y en la forma que se prefiera”.

En este escenario, parece inexplicable que, mientras un gobierno se empeña en calificar la información, tanto como sea posible, como “reservada” o “de seguridad nacional”, por otro lado, estamos viviendo en lo que se conoce como la Sociedad de Vigilancia, en donde se lleva al extremo la capacidad de poder identificar a los ciudadanos es su imagen física y en todo cuanto hacen y consumen. Herramientas tales como las credenciales electorales, los registros únicos de población, el registro federal de causantes o los certificados de “situación fiscal” (exigiéndonos ahora la incorporación del Código Postal), nos hacen perfectamente transparentes ante la autoridad, fenómeno mundial que a todos debería preocupar. El caso de China resulta particularmente alarmante: el Dragon Fly Eye, algoritmo de inteligencia artificial, permite la identificación facial de más de 2,000 millones de personas (incluyendo 320 millones de visitantes extranjeros), a través de ¡450 millones de cámaras de videovigilancia!. Julio Rojo nos relata que España, a través del DNI, está a la vanguardia mundial del control de sus ciudadanos mediante la geolocalización. “Lo paradójico -nos dice- es su asimetría: un Estado con un altísimo grado, a nivel mundial, de control ciudadano y a la vez con un enorme retraso -por su hermetismo público- en el control ciudadano al Estado.

En México la situación es quizá más preocupante, pues, mientas el ciudadano común está perfectamente “transparentado” por el Estado, para efectos fiscales y electorales principalmente, no sabemos -precisamente por la opacidad con que se maneja la información- si estos sistemas están siendo usados debidamente para controlar y  perseguir a la delincuencia, generando en la opinión pública una justificada suspicacia que nos lleva a pensar que a la autoridad, o bien no le interesa el tema, es incapaz de afrontarlo o, peor aún, usa la identidad y ubicación de los criminales para chantajearlos, aliarse o eliminarlos por vías extra judiciales. Y creo no estar muy lejos de la verdad, dado el clima de inseguridad y niveles de impunidad que estamos viviendo.

Hasta aquí me he referido a la evidente asimetría que hay en cuanto al control que ejerce el Estado sobre los particulares, por un lado, y las barreras que de hecho (y no de Derecho) esgrime para dar pleno acceso a información de interés público y de buen gobierno. El tema tiene múltiples aristas difíciles de plasmar en este espacio. Sin embargo, a 20 años de haber México iniciado sus mecanismos de transparencia, hoy me encuentro con una reveladora información: según el Global Right Information Ranking, ¡México tiene la mejor ley de transparencia del mundo!, le siguen la India (5º lugar), Albania (6º), Liberia (8º), El Salvador (9º). Dinamarca tiene una de las peores leyes de transparencia (lugar 93, de 111 países), pero tiene el primer lugar en el Índice de Percepción de la Corrupción, según el reporte de Transparencia Internacional, y México se ubica en el lugar 135, de 180 países analizados.

Cuando constatamos que nuestro Gobierno oculta el precio de las vacunas para el COVID-19; las compras por asignación directa; la rendición de cuentas de las obras y actividades administrativas encargadas a las Fuerzas Armadas; los dictámenes periciales sobre el accidente de la Línea 12 del Metro, y una larga lista de casos más, confirma lo dicho por Sébastien-Roch Nicolas: “es más fácil legalizar ciertas cosas que legitimarlas”.

La conclusión de Julio Rojo en el libro arriba citado no tiene desperdicio: “La transparencia combate el bien ilegítimo de unos pocos a costa del bien común, sirviendo de contrapeso a las presiones de determinadas personas para obtener influencia ilegítima y evitando la discrecionalidad arbitraria, el sectarismo, la improvisación y el abuso de poder. Un país que consiga ser transparente se verá liberado de la mayor parte de su corrupción y despilfarro…”

No me cabe la menor duda que la transparencia de la información es un ingrediente esencial de la democracia. Lo otro, es una burla a la soberanía popular, es una traición al pacto social que ha establecido el ciudadano con sus representantes. Cuando tengamos un gobierno que no esconde la información, que la publica de forma activa, mejore la calidad de ésta, y que fluya de manera unidireccional sin prejuzgar lo que el ciudadano haga con ella, entonces hablaremos todos de lo mismo, la negociación y la conciliación tendrán piso parejo, seremos más libres y soberanos.

Y, lo más importante, no habrá quien nos diga: “Yo tengo otros datos”.