“Pues entonces díganle a su señor Presidente que no me muevo de aquí,
mañana defenderé el lugar aún con mayor decisión,
y que él vaya y chingue a su madre”.
La mexicanísima frase que cito se la adjudica Ignacio Solares (La invasión. 2005. Alfaguara) al general Gabriel Valencia cuando -el también general y Presidente de la República- Santa Anna, en 1847, le ordenara abandonar la plaza de Padierna, apenas recuperada de las fuerzas americanas del general Winfield Scott, a costa de un elevado número de vidas del ejército mexicano.
El mensaje del General Valencia, sin embargo, estoy seguro -quizá con otras palabras, pero con igual sentido- es uno que durante diferentes periodos de nuestra historia los mexicanos hemos proferido a nuestros gobernantes: los pueblos oprimidos, a los aztecas; los criollos a los españoles durante la Colonia; los Insurgentes a los gachupines; los conservadores a Juárez; los juaristas a Maximiliano; los maderistas a Díaz; los carrancistas a Huerta. Y así…, hasta nuestros días. Y no es casual: cuando la gobernanza se vuelve intolerante y despótica en nuestro territorio, cuando el caos y la incertidumbre se prolongan, solemos, de entrada, mentar madres.
En el México de hoy advierto un sentimiento semejante, agregada una cierta desesperanza, al no avizorar un remedio interno que asegure la prevalencia del Estado de derecho y, con él, la seguridad de nuestros bienes y personas. El desasosiego y la incertidumbre en que vive el País no parecen tener un remedio en los partidos políticos que dicen representarnos ni se ve en el horizonte los liderazgos que pudieran confrontar al lídersupremo, como tampoco a un Poder Legislativo o Judicial, hoy totalmente sometido, que garantice el equilibrio de poderes.
De ello emergen voces -que, por cierto, no comparto- que de manera creciente voltean a ver al gobierno de los Estados Unidos como una posible solución a nuestros problemas (inseguridad, desmantelamiento de instituciones, crimen organizado, tráfico de drogas, armas y personas, energías contaminantes, y, en ciertas esferas, cumplimiento de nuestros compromisos internacionales, en particular el TLCAN. En este ambiente es que escucho: “Sí, pero ahí vienen los gringos”.
¿Por qué sucede esto? Tal vez en la memoria colectiva de los mexicanos vuelve a resonar el discurso del general Scott -cito a Ignacio Solares-, cuando el 14 de septiembre de 1847 se arriaba la bandera de las barras y las estrellas en el mástil de la Catedral:
“-Mexicans, dear Mexican people¡ Listen to me¡ We have come, we are here to save you from your politicians who can never come to a point with one another; we have come to save you from the corrupted Mexican army…! (Mexicanos, querido pueblo Mexicano ¡Escúchenme! Hemos llegado. Hemos llegado aquí para salvarlos de sus políticos que jamás han podido ponerse de acuerdo entre ellos; hemos venido para salvarlos de su corrupto ejército).
(Por cierto, queda la anécdota de, cuando el soldado norteamericano arriaba su bandera, el Padre Jarauta, Jesuita, desde una azotea lejana y de certero balazo se cobró la afrenta del invasor).
La pregunta es: ¿hemos querido los mexicanos ser gobernados en algún momento por un extranjero? Desde luego que no. ¿Querían los mexicanos que acudieron a Miramar a ofrecerle a Maximiliano el gobierno de México? No. Lo que no querían era el décimo segundo gobierno de Santa Anna, sus cuartelazos y pronunciamientos; lo que no querían era una pérdida aún mayor de territorio.
En el fondo lo que todo ciudadano busca es estabilidad política, respeto a las leyes, seguridad en los bienes y en las personas, servicios y servidores públicos honrados y eficaces. Lo que hemos buscado, en suma, -desde la Independencia hasta nuestros días- es un proyecto de nación consensuado y de largo plazo, sin pronunciamientos ni conspiraciones, sin divisionismos, sin linchamientos reales o virtuales.
Hoy –lo percibo con preocupación y tristeza- oigo voces esperanzadas en que vuelva una potencia extranjera a poner orden en México. Su lógica radica en el hecho de que, si no hay partidos políticos de oposición que impongan equilibrios sanos en el ejercicio del poder; si no hay líderes con la suficiente capacidad de consolidar una oposición que por su carga numérica obliguen al diálogo, a la pluralidad y a la conciliación; si no hay un poder legislativo y judicial que obligue a la prevalencia de la división de poderes, la solución, entonces, deberá venir de fuera. ¿Será posible?
Pues es un escenario que no podemos descartar. Solo recordar que nuestros vecinos -los Estados Unidos- son una potencia de probada vocación expansionista, su ideología compartida por demócratas y republicanos está basada en la democracia y en las libertades individuales, y su preocupación permanente es la seguridad interna y la de sus intereses en el extranjero. Por ello, tampoco es casual escuchar voces en el gobierno norteamericano en el sentido de no estar dispuestos a tener un vecino que pretenda emular a gobiernos como Cuba, Venezuela, Nicaragua o Corea del Norte, que hará todo lo que esté a su alcance para obligarnos a cumplir con nuestros compromisos internacionales, un país que tampoco está dispuesto a tolerar las migraciones incontroladas ni el tránsito indiscriminado de estupefacientes. Son las voces ominosas que escucho, incluso más allá del ritornelo conservador, más allá de grupos sociales y económicos minoritarios.
Cuando alguien me pregunta: “Bueno, ¿y qué podemos hacer?”, me pesa decir que no tengo una respuesta. Me ceñiría a la conseja de John F. Kennedy: “No pienses qué puede hacer tu país por ti. Piensa qué puedes hacer tú por tu país”. Esa es una propuesta universal, de un hombre universal. También los mexicanos tenemos la obligación de responderla, cuanto antes mejor. Cuanto antes oír, no una voz, sino un grito: “¡Ahí viene la Justicia, ahí viene el Estado de derecho, ahí vienen los gobiernos plurales e incluyentes!”.
Lo que no quisiera vivir nunca más es ese 12 de junio de 1848 en que se retiró la fuerza invasora de suelo mexicano, se arrió la bandera norteamericana, se hizó la nuestra y se entonaron los dos himnos, no sin antes haber perdido la mitad de nuestro territorio y miles de vidas de valientes mexicanos.
Conjuremos, pues, esas voces que nos dicen “ahí vienen los gringos”, conjuremos esas voces que le mientan la madre a nuestros gobernantes, y busquemos la mejor respuesta a nuestra propia encrucijada.