Los vicios, entre ellos el del juego, son reprobables; son difíciles de erradicar. Pocos estamos a salvo de ellos. El apostar es una de las formas en que se manifiesta el vicio del juego.

En el ambiente político el apostar es un mal ejemplo que puso de moda Xóchitl Gálvez Ruíz, ahora senadora. Ella, en sus apuestas, arriesgaba cosas sin valor. Su vicio ha cundido. Ya alcanzó el máximo nivel, cuando menos el político. AMLO ya apuesta, puso sobre la mesa su renuncia a la presidencia de la República. Es una novedad. Así comienzan los vicios y las tragedias.

AMLO, en la campaña electoral de 2018, en el último debate que sostuvo con sus adversarios, se negó a entrarle a la apuesta que le formuló Ricardo Anaya, candidato de Acción Nacional. Se limitó a decirle “Riqui, riquín, pillín”. Tenía razón a negarse a caer en una maniobra tonta. Ciertamente la política, en sí, es un juego de azar. Pero era inocente suponer que alguien que había luchado en tres ocasiones, durante doce años, para alcanzar la presidencia de la república, la iba a jugar en una apuesta y, mucho menos, cuando ya la tenía al alcance de su mano.

Estoy seguro de que Jorge Castañeda, el mentor de Ricardo Anaya, fue el de la idea de hacer la apuesta. Pasó por alto que AMLO, aparte de conocer de política, tiene todas las mañas, tanto malas como regulares. Se las sabe de todas, todas.

Ahora AMLO, sabiendo lo que está de por medio: su testamento político o privado, le apostó al periodista Carlos Loret de Mola su renuncia a la presidencia de la República que ocupa, a cambio del retiro de éste de su profesión de informador. El retiro debe ser de por vida.

Son palabras y más palabras. AMLO, como es su costumbre, no puede dejar de hablar ni de llamar la atención. No se retirará, aunque pierda todas las apuestas. Él, si legalmente fuera posible, estaría dispuesto a morir con el poder en la mano. Al apostar, sabe de lo que está hablando. Como acto personalísimo que es, conoce los términos de su testamento y sabe que no está redactado en los términos que refirió Loret de Mola. Si bien apuesta su renuncia al cargo, pone en juego algo que no es de él y que no depende de su voluntad cumplir. Así de sencillo.

El artículo 86 constitucional dispone: “El cargo de Presidente de la República sólo es renunciable por causa grave, que calificará el Congreso de la Unión, ante el que se presentará la renuncia.”

Es evidente que, en el caso de perder AMLO la apuesta, no renunciará a la presidencia. Le costó tanto trabajo alcanzarla, que es imposible que por sí la abandone. Cuando recurrió a la farsa de la revocación del mandato, previamente había aleccionado a sus cuadros a que hicieran campaña a favor de su permanencia. También sabía que el INE carecía de los fondos suficientes para organizar y llevar a cabo la consulta. Fue un “riesgo” calculado, si es que a esa mascarada se le puede llamar riesgo.

AMLO, con la supuesta revocación del mandato, ni perdiendo la apuesta se habría retirado del cargo; todo lo contrario; con el pretexto de consolidar su llamada 4T, lo que quiso fue prolongarse en el cargo unos años más.

En el hipotético caso de perder la apuesta y que, en cumplimiento de su ofrecimiento AMLO se retirara del cargo, es obvio que el Congreso de la Unión rechazará la supuesta renuncia: no estaría de por medio una razón grave. Los legisladores de Morena, que son mayoría, serían los primeros en rechazarla. Está de por medio el poder y todo lo que ello significa. Ellos, sin su jefe, no son nada.

Mientras los legisladores morenistas tengan un dedo de frente, nunca aceptarán como causa grave para aceptar la renuncia, el que su jefe pierda una apuesta.

Llegado el caso, por no existir una prevención especial, de mediar una causa grave, la renuncia debe ser conocida actuando las cámaras que integran el Congreso de la Unión en forma separada y sucesiva; debe ser aprobada por más de la mitad de los votos de los legisladores presentes. En el caso no se exige un quórum especial para sesionar, ni una mayoría reforzada para aprobarla.

De nuevo, AMLO está jugando con cosas serias. Es el mismo truco que le conocemos: distraer la atención de la ciudadanía respecto de cuestiones graves o de problemas que ha sido incapaz de solucionar.

AMLO, en general, odia a los periodistas que no le son afectos y a los que no le hacen preguntas a modo.  Hay periodistas a los que no soporta: los más informados y, por lo mismo, los que lo han encuerado en público. Uno de ellos es Raymundo Riva Palacio; el otro es Carlos Loret de Mola. A la lista debemos agregar dos mujeres: Beatriz Pagés y Elena Chávez, ésta es la autora del libro El rey del cash. Al no poder silenciarlos, recurre a diferentes maniobras: a ésta, la difama y califica su best seller de libelo y mentiroso. A Riva Palacio no desaprovecha oportunidad para desacreditarlo. A Pagés la ignora. Loret de Mola es el periodista a quien más odia. Me supongo que se duerme y despierta maldiciéndolo. La “apuesta”, que le vino a la mente en sueños, va encaminada a apartarlo de su oficio.

En el pasado, formalmente, “renunciaron” a la presidencia de la República: Antonio López de Santa Anna, Sebastián Lerdo de Tejada, José María Iglesias, Porfirio Díaz, Francisco I. Madero y Pascual Ortiz Rubio.

Ellos, de hecho, no renunciaron; los renunciaron. Santa Anna abandonó el cargo al triunfo de la revolución de Ayutla; Lerdo de Tejada lo hizo ante la victoria que Porfirio Díaz obtuvo en la batalla de Tecoac; Iglesias, ante la derrota de su ejército; Díaz ante la caída de Ciudad Juárez en poder de los revolucionarios; a Madero le arrancaron la renuncia antes de sacrificarlo; Ortiz Rubio abandonó el cargo al darse cuenta de que los miembros de su gabinete no lo obedecían. Otro, como Ignacio Comonfort, simplemente abandonó la presidencia al inicio de lo que se conoce como guerra de tres años.

Salvo que medie una revuelta armada, en lo relativo a presidentes de la República cabe decir lo que se afirma de los jueces de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos de América: nunca renuncian y rara vez se mueren.