El 14 de noviembre, la prensa internacional dio cuenta de la mayor marcha que hemos visto en nuestra historia reciente. Diversos diarios señalaron el carácter masivo de las manifestaciones a favor de la máxima autoridad electoral y contra la regresiva reforma propuesta por el presidente. Los números más conservadores dan cuenta de al menos más de 200 mil personas, tan solo en la Ciudad de México.

Pocas veces en nuestra historia habíamos visto marchas tumultuarias de tal magnitud, y nunca antes, organizadas por la ciudadanía de forma libre y voluntaria. Marchas como las promovidas por Luis Echeverría o José López Portillo no fueron otra cosa que un absurdo desplante del autoritarismo represor, con un dispendio indescriptible de recursos públicos, para atizar el acarreo tumultuario y generar falsos y esporádicos apoyos.

La marcha fue un balde de agua fría para los apetitos y anhelos de quien ese día huyó a su rancho para celebrar su cumpleaños, lejos de las manifestaciones de repudio a un proyecto destructor. Desde el inicio de su sexenio el presidente encabezó una potente y destructiva ola expansiva, que tuvo como víctima inicial a un aeropuerto de clase mundial. La ola de devastación, en su ascenso al parecer imparable, gradual y sistemático acabó o mermó instituciones históricas.

El sistema de salud basado en el seguro popular fue desmantelado en sus cimientos para sustituirlo por un capricho que, en plena pandemia, nos ubicó como un país letal y altamente riesgoso, principalmente para médicos y para quienes estaban en la primera línea de batalla. La calidad educativa, resultado de una ambiciosa reforma con pruebas estandarizadas, fue cancelada para siempre junto con el órgano constitucional autónomo encargado de las evaluaciones. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos fue secuestrada por el poder, y junto con la Suprema Corte de Justicia de la Nación, se convirtieron en instituciones sumisas y obsequiosas.

La lucha de décadas para transitar de un sistema de partido hegemónico a una incipiente pero vital democracia, está quedando sepultada tras un artero y peligroso intento de restauración autoritaria. Como bien afirmó Jesús Silva-Herzog Márquez “Lo que ha representado el lopezobradorismo es un ataque frontal a la arquitectura institucional de la República: demolición”.

La demencial ola destructiva parecía imparable, hasta que un error de cálculo, basado en la soberbia y la pérdida de realidad, llevó a que el presidente no lograra la mayoría calificada en el último tercio de su sexenio. El afán de devastación institucional se detuvo temporalmente, basado sólo en el uso faccioso y clientelar del presupuesto, hasta que la marcha del 13 de noviembre desató la ira y el odio del tirano.

Ante lo descomunal y bien organizado de la marcha, el presidente y sus corifeos no tuvieron otra alternativa que presentar sus otros datos, minimizando el número de participantes, demostrando una vez más su incapacidad para calcular con base en criterios objetivos. Lamentable fue la calificación de la masiva manifestación como un striptease en la mañanera del día siguiente, y lamentable ha sido también la descalificación por parte del secretario de Gobernación, autoridad a cargo del orden institucional y de la gobernabilidad quien la definió como una caricatura.

En un absurdo desplante de soberbia y en una abierta muestra de falta de visión de Estado, el presidente decidió no tomar nota del mensaje central de la marcha y ha revivido su cadavérica reforma electoral. Ya se ha trazado la ruta para la destrucción de una de las pocas instituciones que el lopezobradorismo ha dejado en pie, mediante una reforma constitucional que destruye en sus bases la función electoral desarrollada bajo criterios técnicos, así como el sistema de representación popular y la posibilidad de que las minorías sean representadas en el Poder Legislativo.

Como la regresiva reforma enfrenta una ruda oposición, se ha activado un Plan B que imita la estrategia gubernamental en materia de política energética: ante la impotencia para reformar el texto constitucional, se apostó por reformas a la legislación secundaria abiertamente tóxicas, inconstitucionales y peligrosas. El plan B demuestra el afán vengativo del presidente y sus huestes, quienes llenos de resentimiento harán todo lo posible para diezmar al máximo órgano electoral, incluyendo el uso faccioso e ilegal de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.

El Plan B hace uso de todos aquellos recursos que son posibles desde la legislación secundaria: prohibir que las y los consejeros electorales contiendan por cargos durante 10 años y que no puedan trabajar en órganos electorales por tres años; eliminar la facultad de sancionar a legisladores y legisladores que promuevan campañas; recortar direcciones ejecutivas del INE para mermar su capacidad operativa; o elegir como diputadas y diputados plurinominales a las dos primeras minorías de cada circunscripción.

Las propuestas presidenciales, que nacen del odio y del resentimiento, se montan sobre la ola destructiva que se pretende revitalizar en el último tercio del sexenio. El objetivo es claro: lograr que Morena y sus aliados controlen los procesos electorales para garantizar la continuidad de un proyecto que, a todas luces, ha resultado ser uno de los más grandes fracasos gubernamentales de nuestra historia.

La histórica marcha concretó lo que no había logrado el intento de frenar la militarización del país: unir a oposiciones y a la sociedad civil en un movimiento que, de cara a 2024, podría ser incontenible en sus alcances y en su misión superior de parar la destrucción a la que este gobierno nos está llevando. La revancha presidencial del 27 de noviembre solo reedita lo que hay habíamos visto: el desplante de un poder cada vez más impotente que, como fiera agonizante, está dando coletazos a diestra y siniestra, con efectos y daños colaterales imprevisibles. El Congreso, y el Senado en particular, serán sometidos a una nueva prueba de fuego, o ceden al embate destructivo o se cohesionan en torno al ideal superior que está inscrito en nuestro muro de honor: “La patria es primero”.

 

La autora es senadora y Presidenta de la Comisión de Relaciones Exteriores América del Norte en el Senado de la República

@GinaCruzBC