La expulsión del Embajador de México en Perú es uno de los capítulos más lamentables de nuestra errática política exterior. El presidente López Obrador, en su triste aislamiento, no sólo ha renunciado a tener presencia en foros internacionales de primer nivel como Davos o el segmento de alto nivel de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas, también ha conducido de forma errática y preocupante las relaciones de México con el mundo.

El presidente olvida dolosamente o ignora lamentablemente que la política exterior es el conjunto de decisiones que asumen los Estados bajo los instrumentos que regulan el orden internacional de cara a otras naciones soberanas. Las decisiones presidenciales, improvisadas y ocurrentes, han llevado a errores estratégicos lamentables. Los descuidados pronunciamientos presidenciales sobre conflictos políticos como los de Bolivia o Perú no son solamente opiniones personales, sino posiciones del Estado mexicano.

El prestigio de nuestro país ante la comunidad internacional no se había visto tan deteriorado como bajo esta administración. Las postulaciones presentadas por México para encabezar organismos internacionales como la Organización Mundial de Comercio, con Jesús Seade, la Organización Panamericana de la Salud, con Nadine Gasman o el Banco Interamericano de Desarrollo, con Jesús Esquivel, fueron un rotundo y sonado fracaso.

También fracasaron estrepitosamente los intentos presidenciales de promover, a nivel internacional, un Plan Mundial de Bienestar y una tregua mundial de cinco años para hacer frente a la invasión de Ucrania, considerada esta como “un plan ruso”. Las delirantes ideas de política exterior se han acompañado de lamentables e impresentables nombramientos políticos en Embajadas y Consulados, llegando al extremo del rechazo abierto del gobierno receptor al Embajador designado para Panamá, acusado por acoso sexual en México.

Con los Estados Unidos la incongruencia ha sido monumental y atroz: aceptamos el programa migratorio “Quédate en México” a cambio de promesas de recursos millonarios que nunca llegaron. Nos convertimos así en un auténtico muro humano con el descuidado despliegue de la Guardia Nacional para criminalizar y reprimir migrantes, y hoy enfrentamos una crisis migratoria sin precedentes.

Con España tuvimos un grave desencuentro cuando las locuras presidenciales llegaron al extremo de solicitar que se pidiera perdón a los pueblos originarios por la conquista, y de hecho, pausamos la relación con la nación con la que tenemos mayores lazos de amistad y hermandad. Con los Estados Unidos se tomó la triste decisión de no felicitar al nuevo presidente Biden, haciendo eco de las teorías conspiracionistas del candidato Donald Trump, y hoy, debido a pésimas decisiones e imposiciones en materia de política energética, estamos ante la posibilidad de enfrentar un panel con costos estimados, para nuestro país, de 30 mil millones de dólares.

La crisis peruana es la cereza del pastel. Muestra a todas luces las incongruencias de nuestra política exterior, la cual se basa principalmente en ideas descabelladas y en las filias y fobias presidenciales. México se ha alineado con dictaduras como las de Cuba, Nicaragua o Venezuela e intentó, por todos los medios, boicotear la Novena Cumbre de las Américas que tuvo lugar en los Estados Unidos. En el Consejo de Seguridad de la ONU, nos abstuvimos cuando se votó la exclusión de Rusia del Consejo de Derechos Humanos, y ninguno de los delirantes planes presidenciales presentados ahí ha tenido eco.

Los posicionamientos palaciegos, pronunciados desde la soledad, el desconocimiento del orden mundial, la cerrazón ideológica y el aislamiento, han tenido resultados nefastos en la imagen de México en el mundo, como una nación caracterizada por una política exterior orientada por principios. Hoy, lo que prevalece es el más burdo pragmatismo, la improvisación y la ocurrencia. Las “opiniones” presidenciales sobre la crisis de Perú, han causado un daño irreparable en nuestra relación binacional. Algo similar sucedió con la crisis de Bolivia, que tuvo como resultado la expulsión de nuestra Embajadora, en aquella nación hermana.

Los intentos de encabezar a las naciones centroamericanas y sudamericanas por parte de nuestro país también han sido un fracaso. Con Centroamérica, en lugar de estrechar lazos de colaboración, incrementar las inversiones y promover el comercio, se han tratado de exportar programas insignia de este gobierno, cuyos resultados han sido, hasta el día de hoy, contraproducentes en nuestro país. Los 30 millones de pesos regalados a El Salvador, terminaron en bitcoins, en lugar de en empleos y bienestar.

La Cumbre del Pacífico, que nuestro país buscaba encabezar terminó siendo cancelada por la crisis peruana, dejando todo en sueños y proyectos. A pesar de todos estos dislates y disparates, tenemos oportunidades históricas que debemos aprovechar. México puede atraer cadenas de valor, si es capaz de mejorar su clima de negocios y convertirse en un actor confiable, de cara a nuestros principales socios comerciales, hoy lesionados por decisiones erróneas de política interior.

En enero, tendrá lugar la Cumbre de Mandatarios de Norteamérica, un espacio privilegiado para, ahora sí, presentar propuestas serias, planes estratégicos y programas comunes. Las oportunidades que se pierden no regresan. Sería lamentable ver a un presidente leyendo, ante otros mandatarios, sus largas peroratas, convirtiendo a la Cumbre en una mañanera más.

La estocada que recibió nuestro país por la crisis de Perú, que esperemos sea la última, es una abierta advertencia de los límites internacionales al indebido injerencismo. Esperemos que la lección haya sido aprendida y que el presidente, ahora sí, sea capaz de dejar de ver solamente su Palacio, para empezar a comprender un poco al mundo.