Durante los gobiernos priistas, supuestamente emanados de la revolución, se hablaba de un sistema presidencialista; se estimaba que en México la actividad política del país giraba en torno a una figura fuerte: el presidente de la república; que existía un poder que prevalecía sobre los otros, centrales o locales: el ejecutivo federal.
En atención a lo anterior, y no de ahora, sino desde que el actual sistema jurídico existe, es decir, desde 1857, de manera reiterada, se ha examinado la posibilidad de enmarcar en límites más estrechos la actividad del presidente de la república; ello en beneficio de los habitantes del país, en pro del principio de división de poderes, en defensa de sistema federal y del respeto del estado de derecho.
La idea anterior se reflejó en derecho constitucional y también en la ciencia política. Don Emilio Rabasa, en su obra La Constitución y la dictadura, publicada en 1912, puso en evidencia los defectos del sistema adoptado y los excesos en que incurrieron los gobiernos de su época.
La Constitución de 1917, con una nueva clase gobernante, no puso fin a los excesos ni freno a los vicios; de alguna forma los agravó. La revolución propició el surgimiento de una nueva casta gobernante: la revolucionaria; ésta, incorporada en un partido: el oficial, reinstauró el viejo modelo: el presidencialista, que implicaba una renovación periódica a través del voto de la ciudadanía. Eso es lo que se vendió y fue lo que compraron los mexicanos Cuando menos durante la vigencia de la Constitución de 1917, la realidad pudo haber sido otra y las explicaciones estuvieron lejos de ser obvias.
Durante los gobiernos priistas, más que hablar de un sistema presidencialista, hubo un sistema de partido único o de partido oficial. Eso es lo que parecía más factible. Es lo que tenía un mayor parecido con la realidad: existía un grupo gobernante qué en forma periódica, normalmente cada seis años, cambiaba su cabeza visible. Formalmente, en ésta confiaba un cúmulo de facultades durante el tiempo de su mandato. De hecho, el titular del poder público estaba al margen del sistema jurídico de responsabilidad vigente.
Se pretendió hacer creer, en beneficio del sistema y de la permanencia en el poder del grupo gobernante, que en el presidente y no en los integrantes de aquél, recaía el cúmulo de facultades por virtud de las cuales se materializan las relaciones de poder.
Para evitar desplazamientos violentos del grupo gobernante, como fue frecuentemente en el siglo XIX y principios del XX, se tuvo la sabiduría política de propiciar el cambio periódico en la cúspide, en el sitio en el que se hizo creer a la opinión pública que residía el poder. Cada seis años se prescindía, con honra o deshonra, de la cabeza visible y de sus auxiliares más cercanos. Una vez que se definía quién sería el sucesor, el mismo grupo gobernante se encargaba de convencer, de una u otra manera, al presidente saliente de que no se podía prolongar en el mandato; que tampoco podía pretender ejercer el poder tras el trono y que, una vez que abandonaba el cargo, con el fin de afianzar al nuevo titular del poder, tenía que aceptar críticas a su actuación y que se procediera penalmente contra alguno de sus allegados. Con eso, el llamado grupo revolucionario, quedaba exento de críticas, a salvo de censuras y al margen de los riesgos que implica el ejercicio continuo del Poder. Ese grupo, heredero de la ortodoxia revolucionaria, pasaba por ser impoluto.
La mueva cabeza visible gozaba de un relativo campo de acción; por más que pretendiera hacer por sí mismo, lo cierto es que pesaba sobre él, lo inhibía en su acción o neutralizaba su poder, el hecho de que existía en forma institucional un grupo gobernante, en el que real y verdaderamente residía el poder.
La forma más afectiva, aunque no la única, en que el grupo gobernante manifestaba su poder era mediante el aparato burocrático que, si bien en niveles superiores dependía en grado directo e inmediato del presidente de la república en turno, la verdad era que dicho grupo contaba con una infinidad de recursos para eludir la voluntad presidencial y sacar adelante medidas y acciones que lo consolidan en el poder en forma permanente e independiente. Quien habla de burocracia habla necesariamente de formas administrativas. El derecho administrativo es un orden normativo eminentemente burocrático: obstaculizador; dilatador e, incluso, neutralizador de la voluntad presidencial.
El presidente de la república no era omnipresente; tampoco omnipotente. El efecto de las olas que producía su voluntad se diluía conforme las mismas se alejan del punto en que se originaban, hasta llegar a ser imperceptibles; lo anterior no impedía que en casos aislados la voluntad del titular del poder ejecutivo se hiciera sentir hasta en los más mínimos detalles; esto era la excepción.
Sociológica y políticamente hablando no se podía afirmar que existiera una clase gobernante; este concepto supone cierta homogeneidad y que existía en su actuación cierta identidad ideológica. El grupo gobernante mexicano era heterogéneo, aglutinaba los elementos más valiosos o representativos de las diferentes clases que existían en el país: líderes obreros, agrarios y burocráticos; jefes militares, dirigentes industriales y banqueros; exlegisladores, gobernadores y alto clero católico y otros; los reclutaba, instruía, se servía de ellos y, normalmente, después de algún lapso, largo o corto, los desechaba no sin antes beneficiarlos generosamente con cargo al erario público.
Contrariamente a los que sucede en otros países, el político mexicano que escalaba puestos de importancia no era longevo. Los pocos ejemplos longevidad que se presentaron fueron excepciones que confirmaron la regla.
Existieron casos en que un presidente de la república, por sí y contando con el apoyo y la colaboración de un reducido número de seguidores, a espaldas del grupo gobernante, adoptó decisiones con las que éste no estuvo de acuerdo o que, incluso, reprobó: la persecución religiosa, la expropiación petrolera o la educación socialista. Este peligro, de inicio, se evitó encumbrando en ese alto puesto a personas a quienes se conocía y se había probado reiteradamente.
Cuando, a pesar de las providencias adoptadas, el grupo gobernante fue rebasado por la acción del presidente de la república en turno, debido a la movilidad periódica que se operaba en la cabeza visible en turno, las medidas adoptadas al margen o en contra del criterio del grupo gobernante, fueron neutralizadas o anuladas con el tiempo.
Por acción u omisión el grupo gobernante, con el tiempo, las novedades introducidas y sus efectos fueron neutralizados o se tornaron inocuos con medidas de carácter secundario, o administrativo; también hubo reformas constitucionales. Las acciones burocráticas más tuvieron que ver con la aplicación real del acto que se estimaba como desacato, que en su anulación. Los problemas derivados de la expropiación petrolera fueron solucionados durante la administración de Miguel Alemán a través de negociar el pago de indemnizaciones a las compañías petroleras afectadas, no sin mediar actos de corrupción. La educación socialista, como tal, desapareció durante la administración del presidente Manuel Ávila Camacho y el conflicto religioso provocado por Obregón y Calles fue solucionado durante la administración del presidente Emilio Portes Gil, contando con la intervención del embajador norteamericano y del cardenal de Nueva York.
La reforma agraria del presidente Cárdenas, que afectó los latifundios y la expropiación bancaria dispuesta por José López Portillo, que dañó a la plutocracia, fueron neutralizadas por gobiernos priistas posteriores.
El largo ejercicio del poder permitió a los gobernantes priistas encontrar fórmulas para hacer frente a cualquier novedad no deseada o para dar solución a la mayor parte de los problemas que se presentaron. El sistema político mexicano poco tuvo que ver con la improvisación; y mucho con la previsión y el cálculo.

