La propuesta de  Andrés Manuel López Obrador de incluir el tráfico de fentanilo y la extorsión en el catálogo de delitos que ameritan prisión preventiva oficiosa ha generado una polarización social. El argumento gubernamental enfatiza que ambos delitos representan una amenaza inminente para la seguridad y bienestar de México, por lo que es necesario emplear herramientas contundentes para su combate. Sin embargo, es fundamental reflexionar sobre la efectividad de esta medida en el contexto de un sistema de justicia penal plagado de deficiencias.

La prisión preventiva oficiosa, al ser una medida cautelar que priva de la libertad a una persona antes de ser sentenciada, plantea serios desafíos éticos y jurídicos. En palabras del exministro de la Suprema Corte de Justicia, Arturo Zaldívar, esta disposición contraviene el principio de presunción de inocencia y es susceptible de abusos que pueden derivar en la criminalización de inocentes. Además, organismos de derechos humanos han subrayado cómo esta política contribuye al hacinamiento y la sobrepoblación carcelaria, problemáticas que agravan las condiciones penitenciarias y dificultan la reinserción social.

La efectividad de esta medida, sin embargo, se diluye al considerar el panorama actual del sistema de justicia mexicano. En muchos casos, la prisión preventiva se ha convertido en un atajo ante la incapacidad de las fiscalías para integrar carpetas de investigación sólidas. La corrupción, la falta de recursos y la insuficiente capacitación de los operadores del sistema judicial son barreras estructurales que dificultan un combate efectivo contra delitos complejos como el tráfico de fentanilo y la extorsión. Si la impunidad es la norma, el aumento de penas o el encarcelamiento antes de juicio difícilmente disuadirán a quienes lucran con el dolor y la desesperanza de los demás.

El fentanilo, un opioide sintético de alta letalidad, ha encontrado un mercado creciente en México, en parte debido al trasiego hacia Estados Unidos. Las consecuencias de su comercio ilegal no se limitan al consumo, sino que alimentan redes de violencia y crimen organizado. Frente a esta realidad, imponer prisión preventiva oficiosa puede parecer una reacción urgente, pero no ataca las causas estructurales: control fronterizo deficiente, falta de inteligencia policial, y nula prevención del consumo.

La extorsión, por su parte, ha evolucionado con el uso de tecnologías, facilitando que grupos delictivos exploten la vulnerabilidad social. La complejidad de este fenómeno exige más que encarcelamientos masivos; requiere políticas públicas que erradiquen la raíz del problema: pobreza, falta de oportunidades y corrupción.

Es necesario reconocer que la propuesta de reforma a la Constitución responde a un contexto de crisis de seguridad, pero su efectividad dependerá de una estrategia integral. De poco sirve una política punitivista si no se acompaña de una mejora sustantiva en la procuración e impartición de justicia. El aumento de penas o la aplicación indiscriminada de la prisión preventiva son medidas electorales que ignoran que la verdadera solución radica en atacar la impunidad, mejorar las instituciones y ofrecer alternativas a quienes hoy delinquen por necesidad o coerción.

Combatir el tráfico de fentanilo y la extorsión requiere más que reformas a la ley: demanda una transformación real en las capacidades del Estado para prevenir, investigar y castigar el delito. La prisión preventiva oficiosa, sin una reforma integral, será poco más que un paliativo ineficaz. Eso pienso yo, ¿usted qué opina? La política es de bronce.

@onelortiz