Episodio I. Les platico:
En nuestros momentos más oscuros, no necesitamos soluciones ni consejos.
Lo que anhelamos es simplemente conexión humana – una presencia silenciosa, un toque suave.
Estos pequeños gestos son los anclas que nos mantienen fuertes cuando la vida parece abrumadora.
Por favor, no trates de arreglarme.
No tomes mi dolor ni alejes mis sombras.
Solo siéntate a mi lado mientras trabajo a través de mis propias tormentas internas. O simplemente, abrázame.
Sé la mano firme que puedo alcanzar aún a oscuras.
Mi dolor es mío para llevar; mis batallas son mías para enfrentar.
Pero tu presencia me recuerda que no estoy solo en este vasto y a veces aterrador mundo.
Es un recordatorio silencioso de que soy digno de amor, incluso cuando me siento roto.
Dime, en esas horas oscuras en las que me pierda, ¿estarás aquí?
No como salvadora mía, sino como compañera. Sostén mi mano hasta que llegue el amanecer.
Ayúdame a recordar y recobrar mi fuerza.
Tu apoyo silencioso o estridente es el regalo más preciado que puedes darme.
El amor lo que me ayuda a recordar quién soy, incluso cuando me olvido hasta de eso.
Cajón de Sastre:
- Hemingway le escribió todo esto a uno de sus gatos.
- Yo, no…
- ¿Sabes cómo murió Hemingway?
- Yo, también…
Ernest Hemingway. Episodio II
Les platico: El 9 de julio de 1961, Gabriel García Márquez escribió:
“Hemingway no parecía pertenecer a la raza de los hombres que se suicidan.
En sus cuentos y novelas, el suicidio era una cobardía, y los personajes de sus escritos eran heroicos por su temeridad y valor físico”.
A primera vista, el suicidio de Hemingway era una especie de contradicción.
De algún modo podría ser verosímil un suicidio en Kafka, Dostoyevski, Nietzche, Norman Mailer o en Scott Fitzgerald. Pero no en Hemingway.
Las causas de su suicidio radicaron en miedos profundos anidados en su precaria infancia. Desarrolló una fachada defensiva. Siempre parecía estar peleando, a veces con él mismo.
Pasaba con facilidad, de la alegría a una profunda melancolía con facilidad y tenía fuertes explosiones de irritabilidad, incluso con quienes más quería.
El péndulo en su sistema nervioso oscilaba entre la megalomanía y la melancolía.
En 1923 escribió a Gertrude Stein: ‘Por primera vez entiendo cómo un hombre puede suicidarse por tener tantas cosas con las que debe cumplir y que no sabe por dónde empezar’.
Doce años después le escribió a Archibald MacLeish: “Me gusta mucho la vida, tanto que será un gran disgusto cuando tenga que dispararme a mí mismo”.
En 1954 le envió a Ava Gardner una carta tremendamente esclarecedora en la que dice: “Aunque desconfío de los análisis, creo que gasto todo este infierno matando las ideas de otros para de ese modo no matarme a mí mismo”.
Su constante sometimiento a aventuras que podrían costarle la vida, fueron de algún modo, mecanismos para aferrarse a la vida.
Por supuesto, algún día tendrían que fallar. Eso ocurrió el domingo 2 de julio de 1961.