En 2016, luego de ganar por primera vez la presidencia de Estados Unidos venciendo a Hillary Clinton en el Colegio Electoral –no en el voto popular–, los analistas políticos pasaron dificultades para entender a Donald Trump y la manera en que tomaba sus decisiones.
Su derrota buscando la reelección ante Joe Biden representó un suspiro para dichos analistas, que presentaban al magnate republicano como una anomalía en la historia política de Estados Unidos, recordando los infructuosos esfuerzos de otro empresario que buscó llegar a la Presidencia del país más poderoso del mundo como Ross Perot.
Pero en 2024 los analistas no supieron cómo responder a la reedición de un fenómeno político que arrasó en los comicios de dicho año ganando tanto el voto popular como los del Colegio Electoral ante una Kamala Harris que era la esperanza del Partido Demócrata.
Las dificultades volvieron para explicar como un personaje que no era propiamente un político, con más ocurrencias que ideas, con procesos penales en contra –incluso con veredictos de culpabilidad–, con la confesión de un affaire con una estrella de cine para adultos, xenófobo, racista, aliado de extremistas y con una historia cuestionable en sus negocios que incluía quiebras y negociaciones no muy claras, ganó de calle la votación en una de las naciones que se presumen más democráticas en el mundo, en ocasiones puesta como ejemplo por su sistema electoral y sus instituciones.
Y es que lo que no se ha tomado en cuenta es que Trump no debe ser analizado tomando como elementos de guía a la ciencia política, pues incluso su formación no es la un politólogo, abogado o especialista en administración pública.
Pero si lo vemos desde la perspectiva del feroz mundo de los negocios la cosa cambia.
Empresarios al poder
La llegada por segunda vez de Donald Trump a la Presidencia de Estados Unidos es la historia de un empresario que arribó a la política y ganó, pero rompiendo la puerta para entrar.
Las decisiones que ha anunciado –en forma de promesas de campaña– muestran más similitud con las negociaciones que se hacen para la adquisición hostil de una empresa –como con Groenlandia o el Canal de Panamá–, o en los intentos para aplastar a empresas más chicas e imponerles condiciones sobre precios o productos que buscan adquirir, como se ha acusado a conocida multinacional de supermercados de imponer a sus proveedores ciertos escenarios para poder comprarles –México y Canadá serían en este caso las empresas chicas–, que con las largas y delicadas mesas de negociación que montan los políticos para resolver un problema, cediendo para alcanzar un acuerdo.
Las apuestas altas, las solicitudes no pedidas de comprar, la agresividad para tratar con competidores, son propias del mundo empresarial como ha sido retratado en numerosas series de televisión, novelas y películas, algo que nos muestra el estilo Trump para negociar, sólo que ahora trasladado a la política.
Incluso el tema de China debe ser visto desde esta óptica, pues para Trump se trata de la competencia que debe ser sometida o limitada, por eso desde su primera presidencia se anunciaron medidas que si son vistas desde esta perspectiva tienen todo el sentido del mundo… para afectar a un competidor.
Pero el aporte de Donald Trump a la política estadounidense, cuna del capitalismo moderno, no es sólo introducir un modo de negociación empresarial para volver a colocar a la Unión Americana como el país más poderoso del mundo en términos económicos –además de militares–, sino que la llegada del republicano también anticipa una nueva fase del imperialismo.

Imperialismo 2.0
El movimiento liderado por Trump y que le sirvió como plataforma para su regreso a la Casa Blanca nos dio una primera pista de lo que viene, pues el Make America Great Again (MAGA) –o Volver a Hacer Grande a Estados Unidos– no sólo es un lema que busca motivar a sus seguidores, sino que es toda una declaración de intención de lo que busca hacer el nuevo presidente de dicha nación.
La historia de Estados Unidos ha estado marcada por los ánimos expansionistas –nada más es cuestión de revisar las guerras promovidas por este país en el siglo XIX y principios del XX–, la doctrina Monroe, el injerencismo en naciones de varias partes del mundo, además del sostenimiento de dictaduras afines y la promoción de golpes de Estado.
Si la citada doctrina advirtió a Europa para que no interfiriera en asuntos de América –ya saben que para los estadounidenses América y Estados Unidos son sinónimos–, ahora James Monroe soltaría un par de lágrimas ante los planes que tiene Trump.
Rebautizar el Golfo de México, comprar Groenlandia, convertir a Canadá en el estado 51 de la Unión y recuperar el Canal de Panamá, limitando la presencia china en el continente de paso, son parte de una estrategia a la que podemos denominar imperialismo 2.0.
Y eso sólo en el periodo de transición sin haber llegado a la Casa Blanca, algo que hará en condiciones completamente distintas a su primer periodo, pues ahora cuenta con una cómoda mayoría en el Congreso, no tiene la presión de una reelección y el resultado electoral le da la confianza suficiente para buscar alcanzar sus objetivos.
Estas diferencias serán claves para revisar las decisiones que irá tomando a partir del 20 de enero y para ejemplificar lo que veremos en el escenario político estadounidense, un botón de muestra: pocas horas después del anuncio de que buscaría cambiar de nombre al Golfo de México, la legisladora republicana Marjorie Taylor Green informó que presentará un anteproyecto de ley para hacer realidad las palabras de su líder.
Así, quien quiera ver a Trump como una excepción o anomalía deberá ir revisando la manera en que hace análisis, porque lo que viene podría cambiar los mapas que conocemos.
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