El aire en Alemania se siente extraño. No es el frío de invierno ni la nostalgia de un país que siempre camina con la culpa histórica pegada al cuerpo. Es otra cosa. Es la felicidad apagada por el murmullo de discursos que antes parecían relegados a la marginalidad y que ahora se escuchan en plazas, en cafés, en la televisión nacional. La ultraderecha no necesita marchar con antorchas ni levantar el brazo en público. No es necesario cuando las encuestas ya hacen su trabajo.

Alternativa para Alemania (AfD) ha dejado de ser un experimento incómodo para convertirse en una realidad política innegable. En 2017, apenas lograron entrar al Bundestag con un 12.6 por ciento de los votos, un porcentaje que entonces alarmó a la prensa y a los analistas. Hoy, con cifras que rozan el 20 por ciento del electorado, la pregunta no es si gobernarán, sino cuándo. En Görlitz, una de las ciudades donde la promesa del progreso nunca se materializó, uno de cada dos votantes ha elegido a AfD. Ya no es una anomalía. Es una tendencia.

El miedo se ha convertido en moneda de cambio. Y no solo en Alemania. Francia ha estado jugando con fuego desde hace años, confiando en que el apellido Le Pen nunca sería lo suficientemente aceptable para las élites. Y sin embargo, Marine Le Pen ha llevado al Reagrupamiento Nacional a cifras que nunca antes tuvo, al punto de que hoy ya no es la pesadilla de los políticos tradicionales, sino su espejo. Los republicanos, los socialistas, incluso el propio Macron han empezado a hablar su lenguaje, a endurecer posturas, a prometer fronteras más seguras, menos migración, más control. No porque creyeran en ello, sino porque saben que, si no lo dicen, alguien más lo hará.

Canadá que durante décadas fue visto como como el país de la perfecta moderación, el refugio de la cordura en un mundo donde la política se ha convertido en un espectáculo grotesco, ya no lo es, la realidad es más oscura. Pierre Poilievre no es un Le Pen, pero ha tomado su libreto y lo ha adaptado a la idiosincrasia canadiense.

No se presenta como un extremista, sino como el hombre que dice lo que la clase media quiere escuchar. Su discurso no es abiertamente xenófobo, pero sí ha endurecido las posturas de su partido en inmigración. No llama a una revolución contra la élite, pero su ataque constante a las instituciones de Ottawa lo ha convertido en el candidato de los descontentos.

Poilievre no necesita identificarse como ultraderechista. Su éxito radica en su capacidad para canalizar la frustración de los canadienses sin cruzar la línea que lo haría inaceptable para el votante promedio. Ha aprendido la lección de Europa: la ultraderecha no se impone con marchas ni uniformes, sino con discursos de sentido común que, poco a poco, desplazan los límites de lo aceptable. No es necesario que Canadá tenga su propio Le Pen cuando el discurso de Le Pen ya ha sido asimilado en el debate político.

Mientras en Canadá la estrategia es el disfraz de la moderación, en México el experimento se cocina con otro tipo de ingredientes. Eduardo Verástegui no es solo un actor reconvertido en predicador de la derecha dura, es el puente entre los nuevos movimientos ultraconservadores de Estados Unidos y América Latina. Y ahí es donde el panorama se vuelve peligroso.

Trump y Musk han jugado un papel clave en el ascenso de AfD en Alemania, y su influencia en las nuevas derechas no puede ser ignorada. Durante los últimos años, los algoritmos de redes sociales manejadas por Musk han favorecido abiertamente a partidos como AfD, amplificando sus mensajes, permitiendo que sus discursos se viralicen sin restricciones y limitando el alcance de quienes los combaten. La campaña de desinformación que benefició a la ultraderecha alemana no fue un accidente. Fue un experimento. Un ensayo que puede replicarse en otros países.

Verástegui ha estado cerca de Trump, ha sido promovido por Elon Musk, y ha encontrado aliados en los círculos donde la ultraderecha estadounidense está diseñando su expansión global. No es casualidad. México es el siguiente laboratorio. Mientras en Europa la batalla ya se ha inclinado a favor de los radicales, en América Latina todavía se están construyendo las estructuras para ese mismo avance.

La pregunta no es si Verástegui podrá competir con Morena o el PAN. La pregunta es si su movimiento podrá posicionar el discurso de la ultraderecha en el centro del debate nacional, como ha ocurrido en Alemania, Francia y Canadá. Si logrará hacer que las posiciones extremas sean vistas como legítimas. Si logrará lo que AfD ya consiguió: que incluso sus oponentes terminen sonando como ellos.

Muchos le desestiman, sin percibir el México ultraconservador que subyace y que podría emerger con fuerza en las próximas elecciones. Su conexión con influyentes como Musk y Zuckerberg, le otorga una plataforma poderosa. En 2023, el 95.5 por ciento de los usuarios de teléfonos celulares en México poseían un smartphone, y se proyecta que para 2025 habrá más de 95 millones de estos dispositivos en el país. Esta penetración tecnológica ofrece a Verástegui un canal directo para difundir su mensaje ultraconservador, utilizando las redes sociales para movilizar a una base que, aunque silenciosa, es potencialmente mayoritaria. Ignorar esta realidad podría llevar a una sorpresa política de gran magnitud en el futuro cercano. Solo le falta conquistar el registro partidario, quizás el oficialismo busque impedírselo como lo hicieron con Felipe Calderón.

La ultraderecha no necesita ganar elecciones para ganar el poder. Solo necesita que todos hablen su idioma, poco a poco lo está logrando. Eduardo no es el único, en los registros de nuevos partidos aparecen nombres que, hasta hace poco, habrían sido descartados como irrelevantes, pero que ahora encuentran terreno fértil. México Republicano, una formación en ciernes que busca ocupar el espacio que el PAN ha descuidado, con un discurso más agresivo, más radical, más directo.

La ultraderecha no llega con camisas pardas ni discursos incendiarios. No necesita hacerlo. En Europa, su estrategia fue mucho más efectiva: empujar el debate lo suficiente como para que incluso sus opositores terminaran hablando como ellos. No tomaron el poder a la fuerza, simplemente lo hicieron inevitable. Ahora, el eco de ese método resuena en América.

Las cifras no mienten. En Alemania, casi una quinta parte del país ya los respalda. En Francia, Marine Le Pen ha convertido a su partido en una alternativa legítima de gobierno. En Canadá, la retórica que antes parecía imposible ahora es parte del debate público. Y en México, gobernaron 12 años, los cimientos están en su lugar.

No hay necesidad de mencionar nombres que ya pertenecen al pasado. La historia no necesita repetirse exactamente igual. Esta vez, el método es distinto. Y por eso es mucho más emocionante…

@DrThe