Cada 15 de mayo celebramos en México el Día de las personas que se dedican a la enseñanza. Una fecha para honrar a quienes, con su palabra, su ejemplo y su entrega, modelan conciencias, despiertan vocaciones y acompañan la travesía de los alumnos hacia el conocimiento. El o la maestra es más que un transmisor de contenidos: es faro en medio de la incertidumbre, artesano del pensamiento, arquitecto de futuros. En este día evocamos no sólo a las y los maestros que han dejado huella en nuestras vidas, sino también al maestro de todos los tiempos: Sócrates.
Sócrates nació en Atenas, entre el polvo de las canteras y el soplo sabio del oráculo. Hijo de un escultor y una partera. Su vida, desde el origen, fue una metáfora. Con las manos del padre aprendió a esculpir formas y con las de la madre, a asistir nacimientos. No de cuerpos, sino de ideas.
Se dice que andaba descalzo, que la limpieza no era su hábito, que era indiferente al oro y a las glorias. Pero en su mirada brillaba la luz de quien ya ha visto lo esencial. Fue pobre en bienes, pero rico en preguntas. Atenas entera murmuraba su nombre, no por sus discursos, sino, por las preguntas que desarmaban la arrogancia de los sabios.
En las esquinas de Atenas, se le podía ver interrogando: a los poetas sobre la verdad, a los políticos sobre la justicia, a los ciudadanos sobre el bien. Cada conversación era un tejido delicado de preguntas, ironías y silencios que poco a poco desmoronaban las certezas de sus interlocutores. A ese método lo llamó mayéutica, como quien asiste un nacimiento: el nacimiento del pensamiento auténtico.
El sabio ateniense no tuvo aula, ni escribió libros. Caminaba entre la gente, preguntando. Hacía de la conversación un acto de filosofía y, de la duda, un camino hacia la verdad. Su métetodo, mayéutico, consistía en ayudar al alma a dar a luz sus propias ideas, como el trabajo cotidiano de su madre, asistir en el nacimiento de los hijos. No enseñaba respuestas, sino el arte de preguntar; no entregaba verdades, sino el deseo ardiente de buscarlas.
Más que respuestas, Sócrates ofrecía un espejo. Invitaba a conocerse a sí mismo, a despojarse de la falsa sabiduría y atreverse a pensar. Su lema “Solo sé que no sé nada”, no era humildad fingida, sino principio filosófico, nadie puede buscar la verdad si cree haberla conquistado ya.
Pero el pensamiento libre tiene un precio. Atenas, herida por guerras y cambios políticos, no toleró a aquel hombre incómodo que sembraba inquietudes en los jóvenes y desafiaba las verdades oficiales. Fue acusado de corromper a la juventud y de impiedad hacia los dioses. En el año 399 a.C., compareció ante un tribunal. No se rebajó. No suplicó. Con serenidad expuso su defensa, convencido de que prefería ser fiel a sí mismo antes que vivir traicionando su misión.
El veredicto fue la muerte. Se le ofreció el exilio, pero lo rechazó. Bebió la cicuta con la misma calma con que debía cada amanecer filosófico. La cicuta, un veneno que los griegos empleaban con regularidad para ejecutar la pena capital. No hubo grilletes, ni vedugos, ni alaridos. Sólo una copa y un silencio más elocuente que mil discursos. Sócrates tenía 71 años cuando acepto serenamente la condena. Murió rodeado de sus discípulos, entre plalabras que aún hoy resuenan. Murió su cuerpo, pero nació el mito.
Platón su más célebre discípulo, relató en su Apología, “donde el maestro no clama, no llora, no se rebela, sino que se despide con una calma que nace del deber cumplido: había vivido conforme a su conciencia”.
Después de su muerte, su influencia se desbordó, como un río que se bifurca en múltiples brazos. Su pensamiento fue reinterpretado por sus discípulos, lo que dio origen a varias escuelas filosóficas. Además de la escuela fundada por Platón, surgieron las llamadas “Escuelas Socráticas Menores”, en las que, entre otras ramas del conocimiento, cultivaron la austeridad y el desprecio por lo superfluo, la ética, la lógica con rigor casi matemático. Cada una tomó una interpretación propia, pero todas compartieron el espíritu de aquel maestro que no ofrecía fórmulas, sino brújulas.
Sócrates no desapareació, se multiplicó. Vivió en los diálogos de Platón, en las páginas de Jenofonte, en la ética de los estoicos, en el espíritu de cada maestro que enseña a pensar. Fue el primer filósofo que puso al ser humano en el centro. El primero que entendió que educar es formar la conciencia, no llenar la memoria.
Su vida, tejida con el hilo invisible de la virtud, la ironía y la búsqueda incesante del bien, sigue iluminando nuestra oscuridad. Y en cada maestro que renuncia al dogma, en cada clase donde se privilegia la pregunta, en cada mente joven que despierta a la crítica, Sócrates vuelve a vivir.
Sócrates dijo “Una vida sin examen no merece ser vivida”. Y con ello nos legó no sólo una filosofía, sino una manera valiente y lúcida de habitar el mundo. Creía que cada persona lleva dentro el germen del saber, y que el verdadero maestro no impone, sino acompaña. Su enseñanza fue una forma de amor, amor por el bien, por la justicia, por la verdad. Fue incómodo para el poder y por eso fue condenado, pero su influencia perdura como un eco en la historia del pensamiento y la pedagogía.
Su legado no se mide en tratados, sino en la huella profunda que dejó en sus discípulos, entre ellos, Platón, quien a su vez educaría a Aristóteles y éste, a Alejandro Magno. Un maestro, puede cambiar el destino de una civilización. Eso hizo Sócrates, sembró una forma de pensar, una ética de la duda, una pasión por la sabiduría.
En este Día de las y los Maestros, rendimos homenaje a quienes, como Sócrates, enseñan a pensar y construir un criterio propio; predican con el ejemplo, no con imposiciones. A quienes abren caminos en vez de trazar atajos. A quienes inculcan el amor por el conocimiento. Sócrates vive en cada aula que se rebela contra la ignorancia, en cada pregunta que rasga el velo de las falsas certezas, en las y los maestros que no instruyen para dominar, sino para liberar. Cierro este homenaje con una de sus frases más luminosas, que resume su visión de la vida y del saber: “La educación es el encendido de una llama, no el llenado de un recipiente”.
La autora es ministra en Retiro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación
@margaritablunar