En las entrañas de México, donde la democracia late con la furia de un pueblo indomable, una sombra se cierne sobre los Organismos Públicos Locales Electorales (OPLES). Estas instituciones, guardianas de la voluntad popular en cada rincón del país, están al borde del abismo.

La reforma electoral, envuelta en promesas de eficiencia y modernidad, no es solo un cambio de reglas: es una guillotina silenciosa que amenaza con decapitar la democracia local. Lo más aterrador es que nadie, absolutamente nadie, parece dispuesto a defenderlas, ni los propios consejeros electorales locales lo hacen, o se la viven viajando o ya han claudicado.

En este juego de poder, el silencio es cómplice, y el precio podría ser el alma misma de nuestra federación. Pero cuidado: mientras el derecho al voto siga vivo, este plan podría convertirse en un boomerang que golpee a quienes hoy lo celebran. Los Oples no son perfectos, nadie lo niega. Han tropezado, han sangrado, han sido señalados. Pero en su imperfección reside su humanidad, su cercanía a las comunidades que representan. Sin embargo, tres sombras oscuras los persiguen, alimentando la narrativa que justifica su sacrificio en el altar de la centralización.

Primero, el fango de la corrupción. Algunos Oples han sido atrapados en escándalos que apestan a podredumbre: desvíos de recursos, contratos turbios, favoritismos que manchan la pureza del voto. Estos casos, aunque no generalizados, son un lastre que los enemigos de la autonomía local usan como arma. Cada acusación es un clavo en su ataúd, una excusa para decir que no merecen existir. Pero, ¿es la corrupción un defecto exclusivo de los Oples? ¿O es un mal que infecta todo el sistema, desde las cúpulas hasta las bases? Castigar a los Oples por los pecados de unos pocos es como quemar una casa para matar una rata. El daño colateral es devastador.

Segundo, el espectro político del pasado. Todavía sobreviven muchos consejeros electorales de los Oples fueron nombrados bajo la sombra de Lorenzo Córdova, ex presidente del Instituto Nacional Electoral, en una época donde su influencia era un dogma intocable. Para algunos, esto los convierte en reliquias de un régimen caduco, en agentes de una élite que se resiste al cambio. Esta narrativa, convenientemente amplificada, pinta a los Oples como marionetas de un orden antiguo, incapaces de adaptarse a los vientos de transformación. Pero, ¿es justo culpar a instituciones enteras por las decisiones de quién las nombró? ¿No es esto un pretexto para desmantelar lo que no se puede controlar?

Tercero, el golpe constitucional, el más insidioso de todos. Desde la reforma de 2014, el PRI, en un acto de aparente generosidad, cedió al INE la “facultad de atracción”, un poder que le permite tomar el control de las elecciones locales cuando lo considere necesario. Este mecanismo, vestido de prudencia, es una daga en el corazón del federalismo mexicano. México se construyó sobre la premisa de que cada estado, cada pueblo, tiene derecho a gobernarse a sí mismo.

Pero esta facultad, como un lobo hambriento, acecha en las sombras, lista para devorar la autonomía local bajo el pretexto de “corregir errores”. ¿Errores? ¿Quién los define? ¿Quién decide cuándo una elección local es indigna de su propia soberanía? La respuesta es clara: el centro, siempre el centro. La reforma electoral actual no es solo una evolución; es una cacería.

Se nos dice que el INE, con su maquinaria imponente, puede hacerlo todo: organizar elecciones nacionales, locales, municipales, todo bajo un solo puño. Pero este sueño de eficiencia es una pesadilla disfrazada. Imagina un México donde las elecciones locales pierden su esencia, donde las reglas se dictan desde una torre lejana, incapaz de sentir el pulso de las comunidades. Sin los Oples, las elecciones en Chiapas, Oaxaca o Yucatán serán moldeadas por una visión centralista que ignora las grietas del terreno.

La democracia local no es un lujo; es la raíz que sostiene la nación. Cortarla es invitar al colapso. Aquí está lo más inquietante: este plan, que parece consolidar el poder del oficialismo, podría ser su propia trampa. Mientras el derecho al voto siga siendo una llama viva, el pueblo podrá libremente elegir.

Cada elección es un recordatorio de que el poder, aunque centralizado, depende de la voluntad de millones. Si las elecciones locales se convierten en un engranaje más de una máquina controlada desde el centro, la desconfianza crecerá. Las comunidades, privadas de sus Oples, podrían volverse un terreno fértil para la resistencia, para el descontento, para un voto que castigue a quienes creyeron que todo podía controlarse.

La democracia, como un río, siempre encuentra su cauce. Subestimarla es un error que el oficialismo podría pagar caro. No se trata de cuestionar a los líderes que guían esta transformación. Nadie duda de su deseo de construir un México más fuerte. Pero las intenciones, por nobles que sean, no siempre evitan el desastre. La desaparición de los Oples no será un evento ruidoso. No habrá titulares escandalosos, ni multitudes en las calles. Será un silencio lento, un vacío que se instala como una enfermedad silenciosa.

Cuando despertemos, podríamos encontrar un sistema electoral que, aunque funcional, ha perdido su alma. Un sistema que, en su afán de control, olvidó que la democracia no se impone: se cultiva, se protege, se defiende.

Los Oples, con sus cicatrices y sus luchas, son la última línea de defensa de una democracia que respira en cada pueblo, en cada barrio. Si caen, no solo perdemos instituciones; perdemos la promesa de un México diverso, autónomo, vivo. Que no nos engañen las promesas de eficiencia. Que no nos cieguen las sombras del poder.

Porque en este juego, el verdadero peligro no es la reforma: es lo que viene después…

@DrThe