Al clero católico no lo calienta ni el Sol; está de capa caída. No es para menos: lo que se ha dicho del sacerdote, líder y casi santo: Marcial Maciel literalmente los ha encuerado, y en público. Lo que se ha dicho y publicado de él, al parecer, es poco comparado con lo que hizo.

Lo más preocupante para el clero es el tener que aceptar que lo que se ha dicho pudiera ser sólo un botón de muestra de las perversiones y abusos en los que él, junto con muchos de sus colegas sacerdotes, incurrieron e incurren ante la mirada pasiva, y hasta complaciente, de la jerarquía católica y de las autoridades civiles.

A pesar de que fueron conocidos sus excesos y perversiones, mientras Maciel vivió, fueron ignorados y hasta solapados por el papa Juan Pablo II, ahora santo, los cardenales, arzobispos, obispos y curas, tanto mexicanos como extranjeros. Del pecado y delito de encubrimiento, nadie o muy pocos religiosos, están a salvo de responsabilidad. En vida lo protegieron; cuando murió, pocos de sus colegas censuraron sus abusos; ahora, cuando han pasado muchos años, se rasgan las vestiduras y alegan ignorancia, no inocencia; demandan comprensión, no perdón a una oveja algo descarriada. Sería mucho cinismo y desvergüenza que, de inicio, intentaran exculparlo y no condenarlo.

El cardenal del poder: Norberto Rivera Carrera, tan dado a codearse con él, no nos puede salir con la novedad de que no era su amigo y que desconocía sus abusos. En cuanto a encubrimiento y complacencia de las depredaciones de Maciel pocos de sus amigos y colegas están a salvo. Sus excesos y degeneraciones fueron notorios y, por lo mismo, públicos. Optaron por la solución más fácil: dejaron a Dios la responsabilidad de juzgarlo y la de imponerle un castigo; a sus colegas el deber de solaparlo; y a los feligreses el imperativo del perdonarlo y de olvidar sus excesos. Quienes, en su momento, estaban obligados a ponerle un alto y sancionarlo, nunca lo hicieron; a su muerte demandan comprensión y una fe muy firme.

El encubrimiento entre curas no es una novedad ni cosa del pasado. Cualquier abuso que se observa dentro de su gremio repercute necesariamente en un rubro muy importante: las finanzas. Nada que ver con la salvación de las almas. El Clero mexicano, a pesar de todos los golpes que ha sufrido desde que México obtuvo su independencia, sigue siendo el mismo.

No hemos olvidado las humillaciones, tormentos y maldiciones que el clero católico hizo y lanzó a Miguel Hidalgo y Costilla, por el hecho de haber iniciado el movimiento de independencia de nuestro país.

Tampoco hemos olvidados los tormentos que esos curas católicos infligieron a nuestro más grande héroe de la independencia: a don José María Morelos y Pavón. A éste, esos perversos curas y la llamada santa inquisición, le aplicaron la tortura del potro: lo ataron de pies y manos y así le dieron de garrotazos que convirtieron su cuerpo en pedazos de carne irreconocibles; mediante un embudo le hicieron tragar grandes porciones de agua, a la vez que le daban golpes en la espalda para asfixiarlo; le quemaron los pies desnudos untados con grasa y asegurados en un cepo a fuego lento; le rasparon con un cuchillo las palmas de la mano, después de mojarlas con un acido corrosivo; durante veinticinco horas lo atormentaron y humillaron; le arrancaron las uñas de los dedos de las manos y le rompieron a martillazos los dedos de los pies; lo golpearon con ganzúas mientras le golpeaban los genitales; fue colgado de los brazos y los verdugos clericales se colgaron de sus pies con el fin de desgarrarlo totalmente. Morelos, convertido en un montón de carne sangrante, fue entregado para que fuera fusilado. (Francisco Martín Moreno, Arrebatos carnales, Editorial Planeta Mexicana, México, 2009, ps. 200 a 203).

Así trataron al padre José María Morelos y Pavón esos clérigos que ahora predican el amor y el perdón a una oveja un poco descarriadita: Marcial Maciel.

A pesar de lo que dispone la Constitución Política, en México, sin importar los colores partidistas: tricolor, blanco y azul o guinda, sigue en vigor el fuero eclesiástico; no existe instancia que investigue y persiga los abusos del clero católico; tampoco han existido ni existen tribunales imparciales a los que las víctimas del depredador Maciel y de otros puedan recurrir en demanda de una reparación del dañó que sufrieron en su mente y en su cuerpo.

Tan están de capa caída los curas que, a pesar de la declaración de la presidenta de la República en el sentido de que la virgen de Guadalupe no hacía milagros, salvo una que otra protesta, se quedaron callados. No tocaron las campanas a rebato; tampoco convocaron a una nueva cristiada. Cuándo, en el pasado, esos curas soberbios iban a dejar pasar, sin protestar, un reto tan lesivo para sus bolsillos y ofensivo para las creencias que predican. Los tiempos han cambiado y mucho. Se tragaron la ofensa, que llega a herejía.

Los curas tienen conciencia de que los tiempos en que eran todo poderosos han pasado y que a base de “milagros”, como los realizados por su líder y guía Marcial Maciel, han perdido limosnas, autoridad y creyentes; en ese orden.

Las iglesias reformadas, a pesar de que se les presentó una oportunidad de oro, no pescaron en rio revuelto. Ahora era cuando había que ganar adeptos para su causa y hacerlo con cargo a una grey sin pastor y devorada por lobos vestidos de sotana. Los reformados también están de capa caída. El futuro de la humanidad, cuando menos en Occidente, pinta ser laico, llegando a incrédulo. Lo que es una buena noticia.

No está lejos el momento en que los templos católicos, por falta de feligreses, vean desfilar por sus pasillos a turistas en procura de una fotografía, tal como sucede en Italia y Francia. En Europa Occidental reina la incredulidad. Los pocos creyentes son vistos como una rareza. Sus ritos son considerados extraños y fuera de época.

Espero tener vida para ser testigo, aunque sea a distancia, de la ceremonia en la que Marcial Maciel, un líder católico incomprendido, sea elevado a la calidad de santo y, como tal, comience a hacer milagros.