Gerardo Fernández Noroña no es un accidente del sistema: es un método. Su estilo bronco —que muchos consideran desagradable— le ha rendido dividendos políticos y electorales a lo largo de los años, incluso cuando cruza líneas que deberían ser infranqueables en una democracia deliberativa. El Instituto Nacional Electoral acreditó en su contra violencia política en razón de género por expresiones contra la diputada Adriana Dávila; la Sala Superior del TEPJF confirmó esa sanción. No es un dato anecdótico: es un indicador de incentivos mal alineados en el ecosistema político-mediático mexicano, donde la estridencia premia más que la solvencia.

El reciente zafarrancho en el Senado —en pleno Himno Nacional, con empujones y golpes entre Noroña y Alejandro “Alito” Moreno— no sólo exhibe el deterioro del debate parlamentario; revela que el espectáculo ha colonizado la política. La escena dio la vuelta al mundo y fue narrada por medios internacionales y nacionales con la misma lógica de un highlight deportivo: “quién empujó a quién”, “qué dijo después”, “qué vendrá ahora”. Si el costo reputacional fuera mayor que el beneficio de agenda, no se repetiría. Pero se repite. Y seguirá repitiéndose mientras la interacción política se rija por métricas de atención y recompensa a la confrontación.

Noroña ha aprendido que la indignación es un recurso renovable. Sabe fabricar “momentos” donde el mensaje es secundario y lo central es la demostración de fuerza simbólica: ocupar la tribuna, negar la palabra, convertir una sesión en ring. Cuando un político hace del agravio su principal capital, desplaza a sus adversarios a un terreno emocional donde la racionalidad pierde tracción. Ese patrón es consistente con episodios previos: desde los insultos en tribuna hasta desaires a reglas básicas de civilidad, como el episodio del cubrebocas en el INE durante la pandemia. La marca Noroña es la provocación; el producto es visibilidad; el mercado, la política polarizada.

En Estados Unidos, Gavin Newsom ejecutó en agosto un experimento que conviene mirar de cerca: copiar y exagerar la gramática MAGA (mayúsculas, hipérboles, memes, merchandising) para irritar a los simpatizantes de Trump y energizar a los demócratas.

No fue improvisación: durante diez días, su equipo operó una campaña coherente que “sostuvo el espejo” al trumpismo, con resultados medibles en alcance y engagement, y con un claro propósito político: instalar su nombre en la conversación de 2028 y enmarcar una pelea por redistritación.

Este “espejo” no es sólo una metáfora periodística: es la Ley 44 de Robert Greene —Desarma y enfurece con el efecto espejo— aplicada a la comunicación política. La técnica consiste en reflejar al adversario hasta desorientarlo: si te ridiculiza, te ridiculizas más; si eleva el volumen, tú subes el dial; si abusa del superlativo, tú lo conviertes en parodia. Al adversario le resulta difícil contraatacar sin admitir que combate su propia imagen. Newsom, al imitar el estilo trumpista, privatiza sus ventajas y abarata sus armas: convierte el exceso en sátira y lo vuelve combustible propio.

El punto no es si “debería” hacerse —hay costos en la calidad del discurso—, sino por qué está creciendo entre demócratas y entre votantes anti-Trump que no se sienten cómodos con la solemnidad. En un ecosistema dominado por algoritmos, el humor agresivo y la teatralidad rompen la fricción de atención. Críticos lo tachan de performativo; partidarios ven, por primera vez en años, a un demócrata jugando a ganar en el terreno del oponente. Esa táctica, guste o no, está alineada con la Ley 44: el espejo desarma y enfurece, y en el proceso, moviliza a los tuyos.

Volvamos a México. El choque Noroña-Alito ilustra una competencia por apropiarse del “método Noroña”: quien arranque más reacciones, gana. Sin embargo, hay una diferencia sustantiva con el caso Newsom: allá el espejo se usó para desactivar al adversario; aquí, su uso tiende a escalarlo. Cuando la oposición responde con el mismo lenguaje performativo, no “desarma”: valida. Se produce un equilibrio de violencia simbólica donde ambos bandos radicalizan su base, pero la deliberación se marchita. El Parlamento deviene escenario, y el incentivo es dar “más show”.

Casi para cerrar, una provocación necesaria: Alejandro Moreno se está convirtiendo en el “nuevo Noroña”, un liderazgo cuyo valor reside menos en construir mayorías y más en producir conflicto útil para permanecer en la conversación. Su salto a la tribuna, el despliegue de bravata, el discurso de persecución permanente: todo apunta a una estrategia donde la oposición es una identidad, no un proyecto. Algunas semblanzas incluso le atribuyen afinidad por manuales de poder como Las 48 Leyes del Poder de Robert Greene —las mismas que elevan el “espejo” a categoría de ley— junto con El Príncipe y El Arte de la Guerra. Si esa lectura efectivamente informa su praxis, el resultado es consistente: maximizar el costo del rival en el corto plazo, aunque el sistema —y tu propio partido— paguen el precio en el mediano.

El PRI en las cámaras comienza a comportarse como lo hizo el PRD en su fase tardía: prioridad a la marca de oposición por encima de la gobernabilidad, predilección por el gesto contundente sobre el acuerdo laborioso, y un ojo siempre puesto en la cámara del celular. Ese tránsito, recordemos, no fortaleció al PRD: fue combustible para la metamorfosis que desembocó en Morena. La pregunta para el tricolor no es moral, es estratégica: ¿esa lógica suma votos, cuadros y agendas o sólo minutos de pantalla? ¿Lo habrán medido?

La política-espectáculo no es nueva, pero se ha vuelto sistema operativo. Cuando cada actor descubre que la agresión rinde más que el argumento, se gatilla una carrera armamentista del agravio. El problema no es que “se enojen”: es que las instituciones aprenden. El Senado internaliza que el escándalo pauta; los partidos premian al que pega más fuerte; los votantes, saturados, normalizan lo insoportable. Y entonces la próxima frontera ya no es el empujón, sino la deslegitimación del árbitro, la erosión del consenso básico, la tentación de reescribir reglas a golpes de trending topic. La línea entre el teatro y la violencia real se adelgaza.

Si algo enseña el experimento de Newsom es que el espejo es un arma. En manos de un demócrata sofisticado, puede neutralizar al adversario (Ley 44); en manos de una clase política que no distingue límite ni fin —oficialistas y opositores por igual—, puede multiplicar el caos. México no necesita más Noroñas ni su versión espejo: necesita incentivos para que el silencio estratégico y el acuerdo inteligente vuelvan a valer más que la gresca viral.

No todo lo viral es victoria, y no toda victoria vale el precio que cobra. La pregunta que debería incomodar a cada dirigente —del PRI, de Morena, de quien sea— no es “¿cuántos clips saqué del zafarrancho?”, sino: ¿qué capacidad de gobernar destruí hoy para ganar diez segundos de aire? Porque el espejo, tarde o temprano, también devuelve tu propia imagen.

@DrThe