Empiezo con una cita del historiador venezolano Manuel Caballero en una entrevista otorgada al periodista salvadoreño Víctor Flores García, respondiendo a la pregunta de si se puede superar la cultura del “repartir a manos llenas”, a lo cual le responde: “superar el chavismo como forma de vida va a ser muy difícil, no va a ser cosa de un día. Es mucho más fácil extender la mano que aprender una cultura del trabajo, y eso se ha extendido a sus socios latinoamericanos… Néstor y Cristina Kirchner de Argentina (y años más tarde Alberto Fernández) lo abrazan y meten la mano en la billetera petrolera a cambio de apoyo político”.
“La gente va a empezar a llorar de verdad a Chávez cuando se le exija trabajar. Ahora en Venezuela no se consigue fácil a un plomero o un carpintero, todos están en las misiones socialistas. ¿Y qué hacen? Nada. Ni estudian ni trabajan, pasan por decreto el grado y reciben un cheque. Llegan tarde y se van temprano sin responsabilidad. La verdadera crisis moral venezolana es que el chavismo ha sido incapaz de crear una ética del trabajo, es el origen del fin”.
Discúlpenme por esta cita tan larga del libro “La Utopía Pervertida”, del citado autor Flores García, pero la consideré necesaria. ¿A caso no refleja lo que estamos viviendo en México?
El fenómeno del chavismo venezolano, seguido por su émulo Nicolás Maduro, es en su esencia, similar a lo que nos está pasando en México. Aquí no hemos tenido golpes militares como en Centroamérica y el Cono Sur, pero en la actualidad estamos padeciendo el fenómeno de lo que podemos denominar la instauración de una “democradura” con los gobiernos de Morena, ahora con Claudia Sheinbaum que sigue en la ruta de la concentración de poder mediante reformas regresivas que atentan, todas ellas, contra los avances democráticos de varias décadas previas al obradorato. Es decir, son gobiernos que llegan al poder por vías democráticas, pero que se desempeñan como dictaduras, que controlan todos los poderes del Estado: el legislativo y el judicial.
La clave del control electoral de la mayoría de los votantes es el manejo de los programas sociales dirigidos a adultos mayores, jóvenes que no estudian ni trabajan, madres en situación de riesgo, etcétera. Y todo a cargo del erario, en una economía estancada, que no crece, que no genera nuevos empleos ni nuevos impuestos que puedan incrementar los ingresos del Estado mexicano para cubrir las necesidades de esos programas.
Creo que nadie podría oponerse a apoyar a los más necesitados de nuestra sociedad. ¡Qué bueno que haya esos programas sociales! Pero qué malo que se aproveche a sus beneficiarios para enfrentar a quienes los pagan, al conjunto de contribuyentes. Eso es una perversidad.
En el pasado sexenio se nos vendió la idea de que se había acabado la corrupción y que se había combatido el huachicol. Con esa bandera siguieron ganando elecciones. Pues ahora resulta que todo eso es mentira, que la inseguridad ha crecido, la corrupción ya es inocultable y que quieren seguir en el poder, cueste lo que cueste, a pesar de su creciente desprestigio.
Después de la impresionante manifestación por la paz en Culiacán, Sinaloa, demandando la renuncia del gobernador Rocha Moya, después de que conocimos las denuncias de corrupción en Aduanas por parte de integrantes de la Marina, además de lo exhibido en Segalmex y muchos casos más, por sólo mencionar algunos de muchos escándalos, ¿acaso no ha comenzado ya el fin de la pesadilla morenista?
Me pregunto si ¿muchos de los beneficiarios de los necesarios programas sociales –o quienes han visto mejorar su capacidad adquisitiva vía los justos incrementos salariales– estarán dispuestos a tolerar la regresión autoritaria, la corrupción y la ineficacia gubernamentales con tal de conservar tales apoyos? ¿O será que falta difundir –responsabilidad de las oposiciones– que muchas de las decisiones en materia política y económica tomadas por la presidenta harán que al mediano plazo sean insostenibles dichos programas asistencialistas? Me refiero al magro crecimiento económico y a un nuevo poder judicial que atenta ya contra el Estado de Derecho al no dar suficientes certezas a inversionistas, empleadores y sector privado en general, actores clave en la generación de empleo, riqueza y crecimiento económico.
Pareciera que estamos asistiendo al principio de un fin que ojalá y no tarde en llegar.