La primera plática es contundente: lo que parecía un ajuste administrativo se revela como un rediseño completo del sistema político-electoral. El oficialismo no improvisa. Ha hecho su trabajo con disciplina quirúrgica, retomando un proyecto que en tiempos de López Obrador se quiso acordar con PRI, PAN y PRD, pero que estos rechazaron. Hoy, la oportunidad perdida se convierte en destino. Lo que no quisieron negociar, ahora lo verán ejecutado.

El plan no habla de autonomía, porque la palabra ya no tiene peso. Habla de una nueva forma de participación, de un tablero reescrito en el que todos los actores, grandes o pequeños, tendrán que moverse bajo reglas que no existían. Lo que cambia no es solo la forma de contar los votos, sino la manera de existir dentro del sistema político.

 

Los cambios estructurales

Los OPLEs desaparecen. Lo mismo los jueces electorales locales. El terreno queda despejado y las juntas locales del INE emergen como nuevos centros de poder. No serán oficinas administrativas: serán nodos de control, donde se concentre la operación territorial.

La Cámara de Diputados se reconfigura: 200 curules de mayoría relativa. 100 de representación proporcional. 50 reservadas para los mejores perdedores.

El Senado se simplifica: dos senadores por cada estado más uno de primera minoría. Matemáticas finas para contener la incertidumbre y dar al oficialismo la capacidad de administrar mayorías sin necesidad de pactos caóticos.

Las prerrogativas cambian radicalmente. El 70 por ciento se repartirá en partes iguales entre todos los partidos; el 30 por ciento se asignará según la votación. Nadie queda sin recursos, pero todos quedan amarrados. Los grandes pierden privilegios, los pequeños sobreviven con oxígeno garantizado. El resultado es un ecosistema donde la oposición no desaparece, pero queda domesticada.

La creación de partidos se facilita. Habrá más siglas, más banderas, más colores en la boleta. En apariencia, pluralidad. En realidad, fragmentación. El tablero se llena de ruido, pero la partitura la marca un solo director.

El punto más llama la atención: los consejeros electorales irán a las urnas. No serán designados en negociaciones parlamentarias, sino que deberán competir, convencer, ganar simpatías. El árbitro convertido en candidato. Quien quiera vigilar el juego, primero tendrá que jugarlo. Quizás suceda en 2027.

 

El oficialismo en ejecución

El oficialismo aparece aquí no como villano, sino como arquitecto. Está haciendo su trabajo: reorganizando un sistema que llevaba décadas anclado en inercias, diseñando nuevas reglas para una democracia cansada. Se trata de un plan que exige disciplina y que se ejecuta sin titubeos.

En contraste, la oposición aparece desnuda. Tuvo la oportunidad de negociar en el sexenio anterior, pero prefirió cerrarse, apostando a que el desgaste del poder la regresaría al centro del tablero. Hoy, en lugar de negociar, observa. En lugar de resistir, calcula. En lugar de adaptarse, tiembla.

 

El nuevo escenario

El ciudadano seguirá votando, pero las condiciones cambian. Ya no se trata de elegir entre partidos grandes o pequeños, sino de participar en un ecosistema donde todos dependen del mismo oxígeno. Donde las juntas locales concentran la operación. Donde los consejeros buscan legitimidad en campañas. Donde las siglas nuevas florecen, pero ninguna sin recursos oficiales.

La pregunta que deja esta primera plática es brutal: ¿puede la oposición adaptarse a este nuevo orden o quedará reducida a siglas sin fuerza real? El miedo recae en la oposición, los ciudadanos ven cómo las instituciones que conocían se transforman sin remedio.

El oficialismo no promete: ejecuta. La oposición no propone: sobrevive. La política mexicana, bajo este rediseño, entra a una nueva era donde la participación se convierte en control administrado, y donde el guion del poder se escribe con tinta que no admite correcciones.

@DrThe