En México, la palabra “huachicol” solía evocar tomas clandestinas perforando ductos de Pemex o tambos ocultos en caminos rurales. En los últimos años, sin embargo, el fenómeno adquirió una dimensión inédita: el huachicol fiscal. Ya no se trata de bidones de gasolina robada al margen de la carretera, sino de redes sofisticadas de robo de combustible, contrabando aduanero y distribución clandestina que mueven miles de millones de pesos. Involucran empresas fachada, autoridades corruptas y organizaciones criminales, y dejan entrever la existencia de un entramado institucional tan complejo como oscuro.

La magnitud del fraude ha cruzado fronteras y encendido alarmas en Washington. Según estimaciones oficiales, este esquema cuesta a México cerca de 9,000 millones de dólares (unos 170 mil millones de pesos) al año. No solo erosiona la recaudación tributaria, también golpea la productividad de las empresas públicas y con ello la pretendida soberanía energética. El mecanismo sugiere un despliegue de poder que rebasa la capacidad de la delincuencia como tradicionalmente la habíamos visto.

Veamos. El petróleo sale de México a Estados Unidos por dos vías elementales: la ilegal, compuesta por crudo robado a Pemex a través de tomas clandestinas, desvíos en refinerías y cooptación de personal; y la legal, mediante exportaciones documentadas hacia empresas —principalmente en Texas—.

La primera forma, el robo de combustible, es una práctica conocida hace tiempo. De acuerdo con una alerta del Departamento del Tesoro de Estados Unidos, el robo de hidrocarburos —incluido el crudo— es la fuente no-narcótica más lucrativa para el crimen organizado. Redes ligadas a cárteles y otras organizaciones criminales han participado en ese acopio; el crudo robado se concentra en tanques y patios de zonas logísticas clave —como Veracruz, Altamira y Monterrey— antes de cruzar al norte. La tipología oficial describe “reclasificaciones” en el papel: se etiqueta como “aceite usado” o residuos peligrosos para camuflar su verdadera naturaleza. Aunque el paso se realiza sobre todo por carretera, por puentes como el de Tamaulipas–Texas, también se han documentado envíos en embarcaciones menores y barcazas, con pedimentos que lo presentan como “waste oil” u otros desechos industriales.

Sin embargo, hay un punto que no cuadra: el volumen de huachicol fiscal que entra al país es gigantesco, mientras que el crudo robado mediante tomas clandestinas es muy inferior al volumen de gasolina y diésel que se contrabandea. La consultora PETROIntelligence estima que, solo en 2024, el huachicol fiscal alcanzó 18,798 millones de litros. El crudo robado no alcanzaría para sostener esa cifra.

La conclusión es inevitable: gran parte del petróleo que se refina en Texas y luego ingresa a México de forma fraudulenta salió de nuestro país de manera legal. Y desde luego existe un flujo legal y normal de hidrocarburos entre México y Estados Unidos: México exporta crudo —mayoritariamente pesado— y reimporta gasolinas y diésel desde refinerías de la Costa del Golfo, por la insuficiente capacidad de refinación doméstica. Eso está documentado. Lo que se evade ocurre en el reingreso a México, cuando el producto refinado se declara como “lubricantes/aceites base/petroquímicos” (exentos de IEPS) en lugar de gasolina o diésel (gravados). Pero la exportación regular de crudo mexicano abre otro filón de sospecha: sabemos que el petróleo sale con papeles en regla; pero ese rastro sugiere que alguien en Estados Unidos colocó la orden de importación con la intención de regresarlo a México de manera fraudulenta. Comprar y vender crudo no es como adquirir tomates en una tienda de abarrotes: no se “pone la orden” a ver si luego se coloca. Estas operaciones se cierran cuando hay comprador y logística definidos. Entonces, ¿Pemex no sabe a dónde va el petróleo que exporta? ¿No registra destino, consignatarios y recepción de carga?

La otra mitad de la operación —la internación a México y su colocación en el mercado interno— resulta todavía más inquietante. Hay evidencia de que cantidades industriales de gasolina y diésel ingresaron al país al amparo de la corrupción en múltiples aduanas, todas bajo el mando de la Secretaría de Marina. Pero la magnitud es tal que inundó el mercado: de acuerdo con El País y PETROIntelligence, una tercera parte de las ventas totales correspondería a combustible ilegal. Este huachicol no se vende en bidones a la orilla de la carretera: se vende en gasolineras donde carga la gente común. ¿Qué capacidad de organización y logística se requiere para eso? Y si se prefiere culpar solo al crimen organizado, ¿cómo podría una sola organización —pensemos en el Cártel Jalisco Nueva Generación o en el Cártel de Sinaloa— coordinar la venta en territorios que no controla e incluso le son antagónicos?

A ello se suma el frente público. De acuerdo con reportes oficiales, la Comisión Federal de Electricidad casi duplicó en 2024 el uso de diésel como combustible de respaldo: 2.48 TWh generados con diésel contra 1.39 TWh presupuestados, pagando además un precio 10% mayor al estimado. Frente a lo observado, ¿puede el Estado mexicano asegurar que la CFE no ha consumido un solo litro de diésel proveniente del huachicol fiscal? ¿Qué evidencia convincente puede ofrecer?

Quien crea que el problema se reduce a un puñado de empresarios criminales coludidos con aduanales corruptos se equivoca. El huachicol fiscal revela una red de macrocriminalidad: una maquinaria bien aceitada que va de la exportación legal, el robo de hidrocarburos y el contrabando aduanero a la distribución en estaciones de servicio y -posiblemente- la obtención de contratos públicos. Las piezas encajan porque alguien al mando las engrasa: los huecos regulatorios y la alineación institucional no son accidente, son diseño.

No hablamos de manzanas podridas, es la cesta. Lo que alarma es el contubernio interinstitucional. A juzgar por expedientes, detenciones y patrones binacionales, asoma una estrategia diseñada al más alto nivel: una operación de Estado para robar. Una cadena que cruza puertos, laboratorios, agentes aduanales, mayoristas y gasolineras; que alinea lo mismo a empresas públicas que a cárteles; y que se sostiene en complicidades distribuidas en varios niveles de gobierno. Por ello no basta con detener a un par de marinos —así sean de alto rango— o a algún responsable de aduanas coludido, para remediar la enrome sospecha que ya se cierne sobre este problema.

El huachicol fiscal ha hecho un daño profundo en la línea de flotación del lopezobradorismo. Ha desnudado la contradicción de su bandera central: se enarboló el combate a la corrupción como principal consigna, pero fue en esa administración —no en otra, pues no existían las reformas legales que lo posibilitaron— que estalló el escándalo de corrupción de mayor envergadura económica en la historia contemporánea de México. Un escándalo que, además, sugiere un diseño institucional al amparo del poder sin precedente.

La presidenta de México enfrenta un dilema grave. O cede ante la presión de Estados Unidos y de la opinión pública para desarticular la colusión entre intereses políticos y criminales —no únicamente del narcotráfico, sino también del contrabando de combustibles y otros ilícitos—, o cede al chantaje político al interior de su partido y paga el enorme costo de credibilidad de cerrar los ojos ante un caso de esta magnitud. La presidenta debe tener presente que el huachicol fiscal vació la hacienda pública, pero también puede vaciar la credibilidad del Estado. Más aún, un gobierno que nació de la promesa de combatir la corrupción, si es exhibido por tolerarla —o incluso protegerla—, no solo pierde credibilidad: pierde futuro.

 

El autor es abogado y profesor por la Escuela Libre de Derecho. Ha sido Senador de República, presidente de la Comisión de Justicia y presidente de la Comisión de Frontera Norte.