Un país no se pierde cuando lo invaden, sino cuando deja de creerse digno de ser invadido. Esa es la verdad que atraviesa la historia reciente, las naciones no caen de un día para otro, se deslizan poco a poco hasta que el poder externo ya no necesita pedir permiso. México está en ese punto.
En los últimos tres días han circulado filtraciones y piezas periodísticas que no aparecen de la nada, provienen de investigaciones, audiencias públicas y reportes de medios con acceso a fuentes dentro del Pentágono, la CIA y oficinas del gobierno estadounidense. Medios internacionales de confianza han documentado, en distintos cortes temporales, que la Casa Blanca ordenó preparar opciones militares y que el aparato de inteligencia y defensa ya viene incrementando capacidades y pruebas de concepto. Esos reportes son el origen de la alarma pública que vemos ahora. [Verificado por múltiples notas públicas].
¿Qué tipo de señales fueron las que saltaron en 72 horas?
Filtraciones sobre órdenes y preparativos: reportes que citan directivas presidenciales y pedidos al Pentágono para preparar “opciones” en contra de carteles designados como amenazas transnacionales. [Verificado].
Investigaciones sobre operaciones encubiertas: piezas periodísticas (investigaciones) que exponen la cooperación entre CIA y unidades mexicanas, y el uso de inteligencia estadounidense para rastrear objetivos. Esos reportes dan contexto a posibles “misiones” que no serían públicas hasta después del hecho. [Verificado].
Aumentos visibles en vigilancia: anuncios y declaraciones militares sobre mayor vigilancia aérea, marítima y uso de ISR (Intelligence, Surveillance, Reconnaissance), que elevan la capacidad operativa en la región limítrofe. [Verificado].
Durante décadas, Estados Unidos cultivó la idea de que la seguridad hemisférica justificaba su derecho a actuar más allá de su frontera. Lo hizo con argumentos humanitarios, con la retórica de la cooperación, y con el peso de su tecnología. Ahora, bajo la presidencia de Donald Trump, esa narrativa ha mutado en una doctrina, el vecino del norte no solo puede intervenir, sino que considera su obligación hacerlo cuando su seguridad lo exige.
Los hechos recientes no dejan espacio para la ingenuidad. Washington ha ampliado su marco jurídico para clasificar a los cárteles como organizaciones terroristas y, por tanto, sujetos a acción militar directa. El Pentágono prepara escenarios logísticos, la CIA refuerza su inteligencia en el terreno, la NSA perfecciona sus algoritmos de vigilancia transfronteriza, y DARPA convierte la frontera en un laboratorio de experimentación tecnológica. Ninguna de esas piezas se mueve por accidente.
En paralelo, México se aferra a una defensa retórica, declaraciones solemnes, comunicados diplomáticos, frases ensayadas para calmar a una opinión pública que ya no cree en la eficacia del Estado. El discurso oficial asegura que la soberanía no se negocia. Pero la soberanía, en su forma más práctica, hace tiempo que comenzó a ser arrendada. Se alquila cuando la vigilancia aérea depende de radares extranjeros, cuando las investigaciones de inteligencia se sostienen con datos que cruzan cables ajenos, cuando los funcionarios locales esperan la señal del otro lado antes de actuar.
La frontera es hoy una franja administrada por algoritmos. Lo que antes se medía en kilómetros ahora se mide en latencias, en segundos de reacción ante un dron, en coordenadas que decide un servidor ubicado en Virginia. El control territorial dejó de ser físico, es digital, y pertenece a quien domina el cielo de la información.
Las últimas setenta y dos horas mostraron la crudeza del proceso. Informes filtrados y declaraciones de funcionarios estadounidenses evidenciaron que el aparato de defensa ya cuenta con opciones operativas en caso de “emergencia”. Emergencia es la palabra ambigua que en la jerga militar permite todo. En Washington, un “plan de contingencia” no es un gesto retórico, es una lista de coordenadas, rutas aéreas, y órdenes de ataque con autorización prefirmada.
El Pentágono habla en acrónimos que no necesitan traducción, ISR, ROE, JTFN. Bajo esos términos se esconden capacidades que trascienden la diplomacia. ISR —Intelligence, Surveillance, Reconnaissance— significa que la frontera está permanentemente observada por drones, satélites y sensores marítimos. ROE —Rules of Engagement— define en qué condiciones un soldado puede disparar sin esperar órdenes adicionales. JTFN —Joint Task Force North— es el paraguas operativo que coordina todos esos movimientos desde territorio estadounidense, con proyección directa hacia el sur.
Nada de esto ha ocurrido de la noche a la mañana. Son años de preparación, de cooperación silenciosa, de cesiones graduadas. Lo inquietante no es que Estados Unidos tenga la capacidad de hacerlo, sino que México ya no tenga la capacidad de impedirlo. Las instituciones nacionales fueron diseñadas para responder a amenazas internas, no a la presencia sistemática de una potencia militar que actúa en nombre de la seguridad compartida.
El riesgo no es una invasión con tanques. Es una intervención invisible, una operación con drones sobre territorio nacional, un ataque selectivo presentado como autodefensa preventiva, una acción ejecutada primero y explicada después. En ese escenario, los discursos patrióticos se vuelven irrelevantes. La soberanía jurídica queda intacta sobre el papel, pero muerta en los hechos.
Cada paso del proceso obedece a la lógica fría de la planificación estratégica. Mientras la política mexicana se distrae en debates internos, el aparato estadounidense despliega su maquinaria analítica, la CIA monitorea redes locales, la NSA intercepta señales, el Comando Norte coordina simulacros de contingencia. Ninguna de estas acciones requiere declaración de guerra; bastan memorandos, autorizaciones administrativas y la justificación de “riesgo inminente”.
El costo político de oponerse a ese esquema es alto. La clase gobernante prefiere sostener la ilusión de control. Pero la ilusión no detiene satélites ni radares. El verdadero peligro no está en un convoy militar cruzando la frontera, sino en el silencio administrativo que legitima cada nueva intrusión.
En este contexto, las palabras del poder mexicano suenan como un eco vacío, soberanía, dignidad, independencia. Son vocablos hermosos, pero inútiles sin la infraestructura que les dé sentido. Un país no se defiende con discursos, se defiende con inteligencia, con estrategia y con la voluntad de no delegar su propia seguridad.
Mientras tanto, la realidad se impone. Estados Unidos actúa bajo la premisa de que México es un espacio operativo más, una extensión de su frontera de seguridad. En esa visión, el mapa político no se divide por soberanías sino por zonas de influencia. México no es enemigo ni aliado, es teatro de operaciones.
El desenlace probable no será una invasión declarada. Será una lenta absorción funcional, más agentes en el terreno, más tecnología compartida, más decisiones tomadas fuera del territorio, el resultado es un país formalmente libre pero estratégicamente dependiente.
Perder la soberanía no siempre implica rendirse, a veces basta con no darse cuenta de que ya se perdió.
Opinión basada en información pública disponible.
@DrThe

