Por Rafael Estrada Michel

 

Úrsula Camba Ludlow se doctoró en El Colegio de México, la que fuera Casa de España en estas tierras. Por algo será.  Su preocupación constante ha girado en torno a la espinosa cuestión de la novedad de lo novohispano o, si se prefiere, en torno a lo hispánico de lo neoespañol. Disculparse o no, esa es la cuestión (Tirant lo blanch, Valencia, 2025) no es en forma alguna la excepción.

Llevamos un sexenio y lo que va de éste tratando de transformar nuestra rabia en sosiego tras una disculpa, la española, que no ha de llegar. Y no llegará, quizá, porque no fue España, sino Castilla, la que conquistó México y no es aquella España romana, visigótica e islámica, sino el moderno reino actual, la nación que surgió, como todas las hispánicas, del colapso de la Monarquía Católica (1808-1824), la “colonia de sí misma”, la “última nación hispanoamericana en alcanzar su independencia”, como proclamó el tándem Gaos-Zea.

Baste ver cómo definía la Constitución doceañista de Cádiz a la “nación española”: la reunión de todos los españoles “en ambos hemisferios”. En suma, ni la España-nación existía a la hora de la comisión de los supuestos agravios, ni la que ahora existe entre tantas y tantas provincias ariscas (Ortega dixit) parece tener la intención de disculparse por algo que hizo su antepasada, que es tan testadora de ella como lo es de Bolivia, Perú o El Salvador.

Pero de estas consideraciones rayanas en lo jurídico se ha parlado hasta agotar, y Úrsula Camba prefiere dar un giro que resulta, lo digo con franqueza, asaz interesante. Lo suyo es el ¿qué?, no el ¿cómo? ni el ¿cuándo? ni el ¿por qué? Vaya, ni siquiera el ¿de qué? ¿Disculparse? ¿Es necesario o aun conveniente que lo haga la moderna Monarquía parlamentaria? ¿Que nos pida perdón por hacernos lo que somos? ¿Que se disculpe porque no logró moldearnos para seguir el cauce de su aggiornamento europeo y democrático? ¿Por no habernos trocado en auténticos españoles, antifranceses, azotes de herejes, paisanos de santas místicas y de fundadores de exitosísimas Compañías?

Camba se nos pone hamletiana y hace bien pues, para que la disculpa fuese procedente, más nos valdría haber dejado de ser hispánicos: el México precortesiano se estudia inmediatamente antes del México independiente en todas las aulas de todos los grados del país, tal vez porque intuimos que, en realidad, no ha dejado de existir el México hispánico y que, por ello, lo “post” sale sobrando. No hay tal cosa como un México posthispánico o como una Nueva España que haya quedado obsoleta: nuestra escritora demuestra que la neoespañolidad del Anáhuac goza de cabal salud, quizá mayor que la mexicanidad del Nuevo México, en nuestras villas y ciudades (cada vez menos nobles y leales, pero trazadas por el humanismo renacentista de Mendoza y de Quiroga), en la mesa y la sincrética sazón, en el mobiliario y los menajes de casa, en el refranero, la medicina, la justicia y, sobre todo, en el mestizaje que, más que étnico o reproductivo, poseyó (y posee) un indeleble carácter cultural.

En un ensayo que no se conoce tanto como debiera, Jürgen Habermas sostiene que la clonación humana nos dará la oportunidad con que soñaron lo mismo el santo Job que el apóstata Freud: la de culpar a nuestro padre de todo cuanto nos ha ocurrido y nos ocurrirá. Él, al momento de clonarnos, conocía perfectamente las falencias que tendríamos, los pies de los que cojearíamos, las lagunas de nuestro temperamento, los abismos de nuestro carácter.  Y lo sabía bien porque serían las mismas fallas estructurales que las de él, de quien seríamos poco más que una copia perfecta. Así es que si no poseemos la disciplina superior de los pueblos nórdicos, si -como decía Marx- nuestra imaginación meridional se inflama a la primera provocación, pecados son de España y no del tiempo, pues fue ella la que nos clonó y nos prohibió ser una España nueva, una Europa renovada, una verdadera América como terminaría siéndolo la usufructuaria monopólica del sagrado nombre, la anglosajona, la exitosa, la imperial que supo ver O’ Gorman con perspicacia y serenidad (por cierto, a los Estados Unidos, que sí siguen siendo los mismos de 1847, si bien con obvias adherencias territoriales, no hay en la Cuarta Transformación quien se atreva a perturbarlos siquiera con el pétalo de una exigencia de disculpa).

Tengo para mí que Úrsula tiene razón: la disculpa que se exige no viene por ahí, sino porque no hemos sabido estar a la altura del padre al que admiramos, tememos y odiamos con idéntico fervor. Nuestra autora, pletórica en gracia y con un sentido del humor francamente delicioso, nos recuerda que somos, mayoritariamente, los hijos de Hernán, los Hernández. ¿Qué institución mexicana puede competirle al Hospital de Jesús que no hace mucho admiraba al New York Times por hallarse aún en pie y funcionando cinco centurias después de que Cortés se encontrara con Moctezuma en aquella calzada que hoy canta a la destructiva Revolución? Si no hemos tenido fuelle más que para treinta o cuarenta años de democracia electoral y de justicia constitucional, ¿hemos de repetir el inmaduro espectáculo de culpar a nuestros mayores y envidiar, en lo secreto, su tesón, su constancia y su ánimo constructivo, sus cincuenta décadas de firmeza frente a terremotos que pasan de largo, estériles y, en no pocas ocasiones, grotescos?

“Tienes idealizada a España”, me decía hace no mucho un buen amigo.  No sé yo (he estudiado preponderantemente a la nación peninsular del Ochocientos, que no me parece mayormente idealizable) pero sé bien que la doctora Camba no cae en leyendas rosas, al tiempo en que tampoco se somete ramplona y facilonamente ante las imposiciones obscuras y fatalistas. Destacada estudiosa del tema de las castas, tan fecundo en pintura cuanto en mitología jurídica, sabe bien que la forma en que la universal Castilla resolvió el tema étnico en nuestra América fue mucho más integradora y comprensiva que la impuesta por el níveo supremacismo septentrional que se resiste a desaparecer. Al fin y al cabo, la América morena, la moruna, es la región del Globo que, paradójicamente, alberga al menor número de musulmanes. Nuestra piel, sin embargo, canta a un tiempo las glorias de los ojos moros y las de las princesas purépechas que devienen en ínsulas. México, el varón de nuestra raza, es “noble por español y por azteca”, según se gozaba Machado en su hora más obscura. ¿A quién le pedimos que se disculpe por ello? ¿Qué molinos de viento perseguimos y arrostramos sin agradecer siquiera que podemos leer a Cervantes en su lengua, tan materna y natal como la nuestra?

Ni Nuño de Guzmán ni Alvarado, pero tampoco en exclusiva Las Casas o Garcés. Úrsula Camba sabe que exigir disculpas a la complejidad y a la revoltura es pedir que el Creador se arrepienta por habernos hecho humanos. Y que pelear con el pasado y preterir los contextos sólo nos torna más débiles para enfrentar el presente y más zafios para interpretar los textos, que son siempre multiformes mosaicos y proteicos lienzos.

El hijo adolescente es de suyo apasionante, pero también preocupante. Lo nuestro se trata, en el fondo, del complejo de Telémaco, del que algunos vivillos galanes se aprovechan. Quizá es hora de que dejemos que Ulises torne en paz a Ítaca. En 2031 nuestra propia y exclusiva Penélope cumplirá, como el Hospital cortesiano, quinientos años de tejer y destejer la mortaja de un país que, aunque no siempre sea consciente de ello, ha jurado vivir sincréticamente y sin más remedios que los que proporcione la Virgen del mismo nombre. Mea culpa.

28 de septiembre de 2025. A 204 años del Acta de Independencia del Imperio Mexicano.