En 1971, durante una protesta estudiantil cerca de la Normal de Maestros y la estación San Cosme del Metro, aparecieron varios jóvenes armados con palos, cuyo porte marcial y organización llamaron poderosamente la atención.

Gerardo Medina Valdés, en su libro Operación 10 de junio, detalló la respuesta oficial: “A ciento veinte días del sangriento Jueves de Corpus, después de cuatro largos meses de silencio apenas roto por una que otra declaración, algún artículo y por el traslado del Lic. Julio Sánchez Vargas de la Procuraduría General a director de Somex, una financiera del Estado, el Presidente Echeverría venía a salir con eso: que lo del 10 de junio, uno de los crímenes más alevosos cometidos en México después del todavía impune de Tlatelolco, fue una agresión en contra del gobierno y ‘quién no lo entienda así, no está entendiendo lo que está sucediendo en México’”.

La Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), al conmemorar el suceso en 2021, señaló en su portal que “la represión del 10 de junio no fue un episodio aislado sino un caso más de la violencia política de Estado en el que se violó el derecho a la libertad de expresión, a la protesta y a la vida”.

Resulta difícil disentir de esa conclusión, sobre todo al constatar cómo se reitera la narrativa de que una manifestación es vista como “agresión en contra del gobierno” —tal como lo afirmó Luis Echeverría en 1971—, o al leer la declaración de la jefa de gobierno de la CDMX tras la marcha de la Generación Z en 2025: “La marcha del sábado estuvo impulsada por grupos de oposición”.

De hecho, para el Gobierno federal, la manifestación de la Generación Z es parte de una conjura internacional. Miguel Ángel Elorza, coordinador de Infodemia —equipo creado el sexenio pasado para desmentir informaciones críticas con la Presidencia—, señaló el pasado 13 de noviembre que “se trata de una convocatoria inorgánica, pagada por la derecha internacional”.

En 1968, antes de la concentración del 2 de octubre en Tlatelolco, la versión oficial sobre el origen de las crecientes protestas estudiantiles se resumía, como recordó Medina Valdés en su libro, en una frase: “todo es cuestión de ‘agitadores comunistas’”.

 

La violencia como herramienta política

En un México de polarización política agudizada, la violencia ha emergido como una herramienta estratégica, utilizada no solo para visibilizar demandas, sino para desestabilizar Gobiernos y forzar agendas electorales. Este patrón, que evoca las tensiones de movimientos pasados como el 68 o el zapatismo, se repite con crudeza en la era digital, donde las redes amplifican el caos para erosionar la legitimidad estatal.

El detonante reciente fue la manifestación del 15 de noviembre en el Zócalo capitalino, convocada por la Generación Z, donde se escucharon consignas explícitamente políticas —como “¡Fuera Morena! ¡Fuera Claudia!”—, además de los reclamos originales en contra de la inseguridad y la corrupción.

Miles de jóvenes marcharon desde el Ángel de la Independencia. No obstante, al llegar al Zócalo, la movilización derivó en choques violentos. Un grupo encapuchado, identificado como el “Bloque Negro” —táctica anarquista importada de protestas globales—, derribó vallas frente al Palacio Nacional y agredió a policías con piedras y botellas, dejando un saldo de al menos 120 heridos (100 de ellos agentes) y 40 detenidos.

Episodios similares se vivieron en la pasada marcha conmemorativa del 2 de octubre y en la protesta vecinal en colonias de la Alcaldía Cuauhtémoc en contra de la gentrificación, donde hubo violencia contra inmuebles y comercios privados. Llama la atención que, a pesar de las denuncias de robos, no hubo detenidos en estos dos ejemplos.

Tanto el Gobierno de la Ciudad de México (bajo Clara Brugada) como el Gobierno federal (de Claudia Sheinbaum) apuntaron a motivaciones políticas detrás de la manifestación. Mientras tanto, la oposición y espacios ciudadanos volvieron a denunciar la infiltración de grupos radicales que, de acuerdo con estas voces, no se presentan cuando Morena organiza concentraciones en el Zócalo.

La violencia, queda claro, no solo grita, sino que dicta narrativas en un tablero donde el poder se mide en ‘me gusta’ y titulares. Mientras Sheinbaum encara su primer año de Gobierno con una gestión cuestionada, estos estallidos advierten de un ciclo vicioso: la protesta legítima se instrumentaliza para ganar terreno político o, peor aún, la violencia se emplea para defender al Gobierno en turno, tal como sucedió en 1968 y 1971.