La promesa fundamental del gobierno de la llamada Cuarta Transformación (4T) es la de un cambio de régimen: la sustitución de las prácticas corruptas de la vieja clase política por una nueva ética pública centrada en el bienestar del pueblo y en la soberanía nacional.

Sin embargo, este relato se desmorona al contrastarlo con las prácticas de este gobierno. Lejos de constituir un auténtico proyecto de nación, el objetivo real del movimiento en el poder parece ser la perpetuación misma del poder y su aprovechamiento para el enriquecimiento de una nueva élite.

AMLO y Claudia Sheinbaum, carecen de un proyecto de país que vaya más allá de la concentración y el ejercicio del poder. Esta carencia se manifiesta en su reacción ante la crítica y la protesta. Al no poder exhibir logros de gobierno en seguridad, crecimiento económico o bienestar, la estrategia discursiva oficial ha consistido en personalizar los fracasos y culpar a sus “adversarios”.

Cualquier muestra de descontento, ya sea por la paralización ante la crisis de seguridad, por el desencanto de ciudadanos que votaron por un cambio verdadero, o como sucedió con las recientes manifestaciones convocadas por los jóvenes de la llamada generación Z, es inmediatamente descalificada. En lugar de atender las causas del malestar, el gobierno y sus seguidores acusan a los críticos de ser “conservadores”, “neoliberales” o partidarios derechistas de “la mafia del poder” que busca sabotear la transformación. Esta táctica cumple una doble función: por un lado, moviliza a la base electoral morenista mediante la creación de un enemigo común; por otro, evita tener que rendir cuentas sobre los resultados concretos de sus políticas. La pérdida de compostura de la presidenta en sus mañaneras, visible en sus respuestas evasivas y descalificaciones personales ante preguntas incómodas, no es más que la evidencia de que no tiene argumentos de fondo. El poder no se ejerce para construir, sino para protegerse a sí mismo y atacar a quienes lo cuestionan.

Esta incapacidad para el diálogo se refleja de manera aún más clara en el manejo de la economía nacional. La premisa de que “la inseguridad no disminuye mientras la economía no crece” es crucial. Un país sin oportunidades es un caldo de cultivo para la delincuencia. Sin embargo, la 4T ha mostrado una notable incapacidad para generar crecimiento sostenido. Contra toda lógica, la inversión privada ha sido desincentivada por un ambiente de confrontación y por decisiones como la cancelación de proyectos emblemáticos (el Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México) sin estudios técnicos sólidos, o la mal llamada Reforma Judicial, que generaron incertidumbre y desconfianza.

Mientras la economía formal se estanca, los ciudadanos que dependen de su salario ven cómo el poder adquisitivo disminuye constantemente por una inflación persistentemente alta. El esfuerzo laboral se ve devaluado, lo que genera frustración y desesperanza. En contraste, los beneficiarios de los programas sociales de transferencias monetarias directas se convierten en un bastión de apoyo incondicional para el gobierno. Aunque el monto que reciben también pierde valor ante la inflación, este ingreso no les cuesta ningún esfuerzo productivo; es un regalo del Estado. Esto crea una relación clientelar donde la lealtad política se vende por un apoyo económico que, si bien no saca a las familias de la pobreza, las mantiene en un estado de dependencia que las inmuniza parcialmente contra el descontento general. La política social no está diseñada para generar movilidad social, sino para comprar lealtades políticas y asegurar una base electoral.

El discurso de austeridad republicana y el de “primero los pobres” choca frontalmente con el estilo de vida de la nueva clase política morenista. Mientras el pueblo sufre las consecuencias de una economía estancada y una violencia creciente, los líderes del partido en el poder y sus allegados son frecuentemente vistos en los mejores hoteles y restaurantes del mundo. Esta riqueza repentina no proviene de emprendimientos productivos, sino del acceso al poder y el asalto a los recursos públicos.

El fenómeno del “huachicol” —el robo de combustible—, que el mismo AMLO denunció como emblema de la corrupción pasada, es solo la punta del iceberg de una red de corrupción que ha sido cooptada o reemplazada por nuevos grupos afines al gobierno. Los contratos públicos, las licitaciones amañadas y los negocios al amparo de las decisiones del gobierno han permitido el enriquecimiento de una nueva élite. Así, lejos de romper con el círculo vicioso de la desigualdad, la 4T lo ha perpetuado bajo una nueva fachada: el pobre sigue siendo pobre, dependiente de un programa social, mientras una nueva casta de “ricos moralmente superiores” acumula fortunas con una velocidad y descaro que rivaliza con los peores excesos del antiguo régimen. La movilidad social es un mito en este modelo; lo único que cambia son los apellidos de los beneficiarios.

La elección de 2024 no se presentó como una contienda de proyectos, sino como un plebiscito sobre la impunidad. Lo que Claudia Sheinbaum defiende no es una visión de futuro para México, sino la libertad de López Obrador, su familia, amigos y aliados. Recordemos que, para llegar al poder, AMLO forjó alianzas con lo peor de la clase política anterior (del PRI y el PAN), así como con grupos de poder fáctico, incluyendo, a figuras del crimen organizado en algunas regiones. La colusión del gobierno con el crimen organizado explica el porqué de los “abrazos sin balazos” de AMLO y la falta de resultados contundentes con Sheinbaum.

El objetivo de esta coalición heterogénea siempre fue el botín: el reparto de los dineros públicos. Sheinbaum, como producto puro de este sistema y principal beneficiaria del capital político de AMLO, no puede sino garantizar que este esquema continúe. Su promesa de continuidad es, en esencia, la promesa de que no habrá rendición de cuentas sobre los actos ni de la administración pasada ni de la actual, que los negocios al amparo del poder seguirán fluyendo y que la red de intereses creados alrededor de Morena se mantendrá intacta. Lo mismo aplica para los gobernadores morenistas, muchos de ellos envueltos en escándalos de corrupción y opacidad. Defender la “4T” es defender la impunidad de la nueva clase en el poder.

La narrativa oficial de la Cuarta Transformación se revela como una fachada que oculta una realidad mucho más cruda. Lejos de ser una revolución moral, el proyecto de AMLO y Morena se ha reducido a una maquinaria de poder cuyo fin último es su propia perpetuación. La falta de un proyecto de nación viable se compensa con la polarización y la creación de chivos expiatorios. El estancamiento económico y la inseguridad se gestionan con un asistencialismo que genera dependencia y con una retórica de confrontación. Mientras tanto, una nueva aristocracia política surge, disfrutando de privilegios financiados por los recursos públicos o por los negocios ilícitos que el poder permite. Lo que está en juego en el futuro inmediato no es la continuidad de una transformación, sino la consolidación de un nuevo régimen de poder que, pese a su discurso de cambio, reproduce e incluso multiplica los vicios que decía combatir.