La explosión de un artefacto colocado en una camioneta frente a las instalaciones policiales de Coahuayana, Michoacán, volvió a exhibir la fractura más profunda de nuestra conversación pública: en México discutimos primero el adjetivo y después el hecho. Antes de entender qué ocurrió, cómo ocurrió y por qué ocurrió, ya estamos enfrascados en una disputa semántica que, lejos de aportar claridad, enturbia la comprensión del fenómeno y alimenta —sin proponérselo— las narrativas externas que buscan capitalizar nuestra fragilidad.

Como suele suceder, el debate se polarizó en torno a una palabra: terrorismo. Para algunos, el uso de un artefacto explosivo en instalaciones policiales encaja en dicha categoría; para otros, se trata simplemente de una expresión más del conflicto entre grupos criminales. Pero mientras las redes sociales se desgarran en descalificaciones, el país pierde de vista lo esencial: la investigación. Porque nombrar un fenómeno no es un acto menor; condiciona el marco jurídico, orienta la cooperación internacional, determina prioridades y, sobre todo, influye en la percepción ciudadana.

El gobierno federal, consciente de las implicaciones diplomáticas y políticas, jamás utilizará la categoría de terrorismo para describir este hecho. No es mera prudencia: es cálculo. Una etiqueta así tendría consecuencias inmediatas en la relación bilateral, activaría mecanismos de presión internacional y abriría la puerta a intervenciones encubiertas o “asistencias” no solicitadas. Sin embargo, la pirueta discursiva para evitar esa palabra terminó generando un efecto contrario: sembró confusión y debilitó la credibilidad institucional. Cuando se percibe que el Estado esquiva términos por razones políticas antes que por rigor técnico, la opinión pública se desorienta y las investigaciones se entorpecen.

El hecho incómodo es que, muy probablemente, en el escritorio de Donald Trump —y en las agencias de seguridad estadounidenses— haya igual o incluso más información sobre la explosión que en el propio gabinete mexicano. No se trata de una exageración ni de condescendencia imperial, sino de reconocer una realidad: Estados Unidos despliega desde hace décadas una red de inteligencia, infiltración y espionaje regional que México no posee, ni por capacidad técnica ni por decisión política. Washington vigila rutas, comunicaciones, movimientos financieros y estructuras delictivas con una minuciosidad que ningún gobierno latinoamericano puede igualar.

Este desbalance informativo tiene un efecto corrosivo. Trump encuentra así combustible para su discurso intervencionista: cada explosión, cada emboscada, cada episodio de violencia espectacular se convierte en pretexto para insistir en que México “ha perdido el control” y que, por lo tanto, Estados Unidos debe intervenir. La narrativa se alimenta sola: si México no llama terrorismo a lo que parece terrorismo, entonces —dirá Trump— lo hará él.

El país enfrenta una paradoja peligrosa. Nombrar sin rigor puede abrir la puerta a injerencias externas; no nombrar con claridad erosiona la confianza interna. La solución no está en los extremos, sino en asumir con seriedad que México requiere fortalecer sus capacidades de inteligencia, mejorar la coordinación entre niveles de gobierno y, sobre todo, reconstruir la autoridad moral del Estado para explicar, sin eufemismos, lo que ocurre.

Porque si México no define su realidad, otros lo harán por él —y a un costo mucho más alto.

Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de Bronce.

@onelortiz