El fenómeno de la nueva izquierda latinoamericana ha adoptado, según el contexto nacional, dos vías para reconfigurar el Estado: la ruptura constituyente formal (como en Venezuela, Bolivia o Ecuador) y la erosión institucional. Este último, aplicado en México, consiste en un proceso gradual de vaciamiento de contenido, desmantelamiento operativo y subordinación política de las instituciones republicanas, sin necesidad de abolirlas formalmente. Aunque no se ha expedido una nueva Constitución, el efecto acumulativo de reformas legales, nombramientos políticos y una “austeridad” selectiva aplicada desde 2018 ha tenido un impacto paralelo al de otros países de la región: la degradación sistemática de los contrapesos al poder ejecutivo y, con ello, de la calidad democrática y el bienestar común.

La Constitución mexicana de 1917 es un texto vitalicio, pero gravemente enfermo por el hiperreformismo. Con más de 750 cambios, su promedio de 7 enmiendas anuales (según datos del académico Francisco Javier Burgoa) la convierte en una carta magna inestable, donde el proyecto político del gobernante en turno prevalece sobre la certeza jurídica y la visión de Estado. Este hábito, exacerbado en los gobiernos de MORENA, que desde el triunfo de López Obrador han reformado el 70 por ciento del articulado constitucional, ha normalizado la devastación de las instituciones. Van algunos ejemplos:

La reforma judicial no busca fortalecer su independencia, sino transformarla. Al plantear la elección popular de jueces y magistrados sin un sólido filtro de méritos, sustituye la profesionalización por la politización. El riesgo no es una justicia más popular, sino una justicia alineada con los designios del ejecutivo, donde las carreras judiciales dependan de la lealtad y no de la jurisprudencia.

La abolición del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE) en 2019 no fue solo un acto administrativo; fue la demolición del principal dique de contención contra el control corporativo del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE). Sin mediciones independientes, es imposible distinguir entre avance y retroceso, dejando al sistema educativo a merced de lógicas políticas y sindicales.

La propuesta reforma a la Ley de Aguas, que postula la rectoría del Estado, choca con una realidad devastadora: la Comisión Nacional del Agua (CONAGUA) es una institución fantasma. Su plantilla reducida de 40,000 a cerca de 10,000 empleados, víctima de la austeridad republicana, carece de la capacidad técnica y operativa para regular a concesionarios poderosos o gestionar un recurso en crisis. Se legisla para el discurso, no para la acción eficaz.

El Sistema Nacional Anticorrupción y la Fiscalía General de la República (FGR), antes un órgano autónomo en ciernes, han sido cooptados. Lejos de investigar al poder, se han convertido en instrumentos para blindar a la élite gobernante y sus aliados, criminalizando la disidencia mientras se archivan casos flagrantes, incluso del dominio público. Es la corrupción de la lucha anticorrupción.

La desaparición del Seguro Popular, sustituido por estructuras improvisadas como el INSABI y ahora el IMSS-Bienestar, no respondió a una lógica de mejora, sino de control político y centralización. El resultado es un colapso sistémico: desabasto crónico, persecución a proveedores farmacéuticos y la amenaza de que un IMSS ya quebrado demográficamente sea succionado por una institución paralela sin sustento financiero.

La Guardia Nacional, dependiente de la Secretaría de la Defensa Nacional, consagra la militarización permanente de la seguridad pública. Peor aún, al expandir las responsabilidades de las fuerzas armadas sin fortalecer sus controles civiles, las expone y las corrompe, infiltrando en sus filas los mismos vicios del crimen que deben combatir.

A manera de conclusión: el proyecto político de la Cuarta Transformación (4T) no se fundamenta en la creación de instituciones nuevas y robustas, sino en la subordinación de las existentes. Su objetivo es la concentración de poder, eliminando contrapesos bajo un discurso de renovación moral y soberanía. El debilitamiento institucional no es un efecto colateral; es la estrategia central para asegurar la hegemonía política a cualquier costo, incluso al precio de la eficacia del Estado, la seguridad de los ciudadanos y la solidez de la república.

Más allá de las transformaciones señaladas, viene ya una reforma política, orientada seguramente a rediseñar el sistema electoral y a modificar los mecanismos de representación, que vendría a profundizar aún más la centralización del poder. Al seguir con los mismos criterios de subordinación institucional, la reforma debilitaría la pluralidad y la competencia política auténtica, reduciendo los espacios de deliberación y control democráticos. En lugar de fortalecer la participación ciudadana, la 4T buscaría consolidar la hegemonía de la 4T en el largo plazo, erosionando la confianza en las reglas del juego político y agudizando la polarización social. De ser así, las consecuencias para la vida nacional serán graves: no solo se alterará el equilibrio entre los poderes, sino que se minará la estabilidad y la gobernabilidad futuras, alejando a México de una democracia funcional y acercándolo a un modelo de autoritarismo electoral, donde las instituciones sobreviven como fachadas vacías de contenido republicano.

Frente a este panorama, el 2027 se vislumbra no solo como una elección, sino como una oportunidad para el rescate de las instituciones que ha demolido la 4T. La emergencia de nuevas opciones políticas, como México Nuevo Paz y Progreso, el partido que estamos construyendo, responde a la necesidad imperante de una oposición que ofrezca no solo crítica, sino un proyecto de Estado serio, reconstruido sobre los pilares de la autonomía institucional, el crecimiento económico incluyente y la lucha genuina contra la pobreza y la impunidad. La tarea es titánica, pero el esfuerzo infatigable por devolver a México su lugar como una nación de leyes, próspera y en paz, es el único camino posible.