Mariana Bernárdez

Lo perdido no es lo olvidado, acecha la memoria en reclamo para ser de nueva cuenta sujeto a alguna orilla. No es su exigencia acuciante el látigo de una presencia tenue, sino la sombra de lo “justo doliente” que desconoce el por qué de su ocultamiento, como si en su silenciar se opacara su mero existir o se negara la posibilidad remota de algún día alumbrar todo el pesar que le ha llevado a la hondura. Sea a veces la avaricia que esconde el oro al ojo ajeno, sea la distracción que equivoca un lugar por otro, sean tantas sin razones que hacen que lo tan preciado, de repente, sin más, desaparezca a los sentidos.

Aguijonea entonces su falta, “¿dónde, dónde, dónde?” resuena la pregunta en el laberinto de la mente, se reconstruyen los actos con meticulosa precisión, pero algo falla, hay un hueco apenas imperceptible que se ha engullido lo tan tenido en alto.

Desmemoria dirán algunos, pero ¿cómo se puede tener registro de lo antes y después del suceso? Pareciera como si hubiera otra dimensión que devora a la velocidad del relámpago aquello que asolará los días pidiendo ser hallado, restituido en su forma, en su peso y en su hermosura, aunque en realidad ya no se sabe si lo era o no. Semeja a la muerte, pero tampoco lo es, porque siempre existe la esperanza de recuperarlo, de que se obre un misterio a la inversa y que el pie trastabillé y dé con ello. Sobreviene la alegría y reluce de tal forma que lo de alrededor termina animándose ante el ingenuo al que le ha sonreído la fortuna —“¡Qué suerte!”, murmuran. Perder para hallar como sanar para morir1, según lo sentenciado por Asclepio.

Pero esto que refiero como “perdido”, no es lo sustituible ni sujeto a retribución alguna, enigmática resulta entonces la figura de Job de la cual poco se sabe después de que sus bienes se multiplicaron, ¿cómo fueron sus hijos?, ¿le recordaron a los arrancados por lo incomprensible?, ¿olvidó?, ¿perdonó?, ¿quedó en sus ojos la huella de quien mucho amó?, ¿o vivió en un delirio entre los vivos y los muertos que le permitía hablar con todos los suyos, los idos y los nacientes?, ¿qué lenguaje de pájaro caído habrá murmurado para sostenerse en un tiempo de todos los tiempos?

Distinto es el referente a la expresión “tiempo perdido”, porque a pesar de que se tiene por verdadero el no poder recuperarlo, paradójicamente se tiene la posibilidad de recrearlo a través de la memoria. Tiempo perdido que deja en su pronunciamiento algo más que aquello que se desperdició por tener en demasía o por el abrumador sinsentido que cobija el pasar del segundero, ¿dónde queda eso ido? Y se extienden las semanas y se vende la vida puntualmente en las notas de una agenda y luego queda el vacío de no saber y la duda, la sospecha de si hay otra forma de vivir que no sea una línea prolongada de tiempo. Sin saberlo, el electrocardiograma del tiempo vivido dibuja la línea de la muerte.

De aceptar lo irremediable poco quedará hacia adelante para andar y en esta encrucijada la falacia es la moneda de cambio: no importa qué camino se tome siempre se dejará de lado alguna posibilidad, ¿se elige bien? Tan sólo plantearse la pregunta resulta en un ejercicio por demás triste de libertad, sometemos su destreza a debatirse en un eje cuya polaridad borra la multiplicidad de significados, la riqueza inigualable de la diferencia, la exquisitez de lo otro y lo mismo. Lo perdido entonces esconde en los pliegues de su eco algo mayor a su manifestación: la certidumbre de que es resguardado y nos espera.

¿Origen y rastro?, ¿o es la voz que asalta en medio de una ceguera impuesta? Y así, en ese reverberar interior, se sabe que algo se ha perdido y que se tiene que ir a buscarlo, se sabe que no se trata de un objeto o de un hecho que se hizo “perdidizo”, o de alguien que se ajuste a la expresión “es un perdido” o de tantas otras cosas que ocurren sin ocurrir… Es tal el esplendor de su ausencia que no hay claridad ni cordura, ¿dónde, dónde, dónde?

Y una mañana o una tarde, sin más, se levan las anclas y se acepta que lo más perdido no es la inmovilidad que produce lo faltante ni reconocer los síntomas de quien se ha desprendido porque la vida alguna vez le arrancó de tajo lo apreciado. ¿Qué es pues lo más perdido?, ¿la mordedura del costado?, ¿la cabeza parlante de Orfeo o el suspiro de Eurídice al desvanecerse en sombra? A saber…, pero se izan las velas, y el ánima parte sin rumbo, y atreve hasta el aliento dispuesta a perderse para ganar limpidez, perderse en la oscuridad ni siquiera presentida y escribir en el rumor de la fuente que mana2, que sólo se bien-halla quien antes arriesga a bien-perderse.

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1 Retomo a Jacobo Siruela. El mundo bajo los párpados. Atalanta, España, 2010, p. 91: “Así, las palabras pronunciadas por Apolo al salvar a su hijo de las llamas ‘el que manda la muerte, da la vida’, tienen el mismo significado que las palabras escritas en el oráculo de Delfos: ‘el que hiere, cura’.”
2 Hago referencia a “la noche oscura” de San Juan de la Cruz.