Miguel Ángel Muñoz

Resulta sorprendente y aleccionador que Ricardo Martínez (1918-2009), haya muerto hace ya dos años, cuando su obra se encontraba en una madurez total, y su creatividad no dejaba de crecer constantemente. Desde su primera exposición en los años cincuenta, no cesó de reflexionar sobre la poesía, la materia y la forma. Nunca se consideró ni un gran pintor ni pensador, pero sus conversaciones y pinturas han constituido un auténtico corpus a través del cual entender su arte y trayectoria.

Martínez, en cuyo trabajo son centrales la búsqueda y el descubrimiento de las formas y sus significados, ha sido el interprete de las máquinas deseantes de Marcel Duchamp, pero también, como Paul Klee, el artista solitario. Al igual que en las pinturas de este último, existe en las de Martínez un componente de juego que usa lo familiar en una sucesión de relaciones no familiares para manifestar lo desconocido, y que siempre es dinámico: una serie de relaciones entre la fuerza que mueve y lo movido. Si atendemos a lo que se ha escrito sobre él, la obra de Martínez se nos mostraría como tardomodernista; ignorando la ruptura que supusieron las vanguardias americanas, como el Expresionismo Abstracto o el Informalismo europeo. No habría nada de teatral en sus cuadros, los cuales, por el contrario, debían responder a una verdad interior y sublime. Pero en cambio sabemos que, en sus dibujos y pinturas, Martínez no parte de una idea establecida, ni siquiera busca la forma unívoca, sino que para él lo importante son las relaciones que se establen entre esas formas.

Nacido en la Ciudad de México y formado en Estados Unidos, realizando brevemente estudios de pintura, la trayectoria artística de Martínez se inicia en la década de los cincuenta y tiene como emplazamiento Nueva York. En ese momento de incertidumbre y aislamiento de México en el mundo del arte, Martínez encontró en la “capital” del arte moderno, el paisaje adecuado para desarrollar sus inquietudes que le llevaron a involucrarse en el mundo del arte abstracto americano de después de la II Guerra Mundial. Ahí conoce de cerca la obra de Franz Kline, Arshile Gorky, Jackson Pollock, Robert Motherwell, Esteban Vicente y, sobre todo, de algunos artistas latinoamericanos empeñados en sobresalir más allá de sus fronteras. En definitiva, Martínez llegó a ser una de las piedras angulares de América Latina en ese viaje de “ida y vuelta” que realizó la pintura mexicana.

Fascinado por Picasso, Matisse y Paul Klee, cuyo sentido poético y místico compartía, Martínez se interesó por la figuración, logrando, ya a fines de la década de los cincuenta y principio de los sesenta, un lenguaje personal que llamó pronto poderosamente la atención. En este sentido, obtuvo el prestigioso Premio de la Bienal de Sao Paulo Marino Santista en Brasil y, mucho antes de ser conocido en su país de origen, se convirtió en una muy apreciable figura de la vanguardia de América Latina.
Para Martínez, como para muchos artistas que trabajaron con formas concretas, la repetición es consustancial a su trabajo. Sin embargo, significativamente él nunca habló de series, sino de proyectos en conjunto. Estos grupos de pinturas no son el fruto de las variaciones virtuosas sobre un tema, ni de la voluntad de adquirir un estilo, sino consecuencia del análisis de las estructuras, y de las necesidades y sensaciones que su evolución creativa le pedía.

A principios de los años ochenta, la novedad es que Martínez no ha dejado de experimentar, de buscar caminos diferentes de comprobar la experiencia pictórica como un espacio único. La actual muestra Ricardo Martínez, en el Museo de la Ciudad de México (Pino Suárez 30, Centro Histórico), marca el inicio de un periodo en el que puede percibirse la consolidación de un estilo que llega hasta hoy, aunque a principios de los ochenta vuelve a hacer diversas variaciones, introducidas por una mayor sensación de profundidad en el espacio representado, una forma más sombría de colores y una pincelada más pura, más sintética.

En esta época, Martínez aborda de una forma mucho más profunda y fundamentada su aspiración a traducir sensaciones cromáticas, a “darlo todo por la figura y el color”. Si en los años cincuenta y sesenta la solución plástica era matissiana o, como decía Cardoza y Aragón, cézanniana, en los setenta y ochenta en cambio planteaba la condensación y la plenitud de un estilo más lúcido y al mismo tiempo, deslumbrante y propositivo para el arte mexicano. Esta sensación de solidez proviene a su vez de un esquema compositivo rígido, basado en subdivisiones verticales y horizontales de la figura. Sin embargo, para no caer en la excesiva pasadez impuesta por estas formas prehispánicas, Martínez las diluye mediante zonas de color demarcaciones vacías y formas poéticas.

En sus propias palabras, se trata de “unir lo moderno con un pasado que es nuestro” La tela, en efecto, aumenta la sensación de profundidad y los colores van abandonando su función eminentemente visual para ofrecer sensaciones más concretas de un espacio o de una forma determinada.

En realidad, Martínez no “regreso” a México hasta que tenía su lenguaje muy consolidado y había tenido un reconocimiento crítico muy confortable, con lo que se puede interpretar su vuelta a nuestro país paradójicamente como un retiro ascético para mejor profundizar en el sentido de su labor creadora. Desde aproximadamente los años sesenta del pasado siglo hasta su fallecimiento, Ricardo Martínez vivía retirado en su refugio de la Ciudad de México dedicado intensamente a su trabajo y no aparecía en ningún acto público.

En amplio arco de la obra de Martínez, ese fantástico camino de sesenta años de profesión, desde los paisajes que delimitan un prado boscoso, hasta las grandes figuras que se apoderan de la tela, en un constante ver y sentir la convergencia de espacio y tiempo, ha producido un diálogo único con la pintura. Ahí se abre un espacio que nos enseña a mirar nuestro pasado, y sobre todo, a percibir que el tiempo es una dimensión de nuestro espacio. Se trata, en fin, de una obra que pudiera ser abstracta, pero al traducir las enormes formas pétreas que la componen, descubrimos que está llena de interrogantes.

Ricardo Martínez trabajó durante años con su galería, muy concretamente con Inés Amor, y con ninguna más; un signo de su desdén por el cada vez más ruidoso tráfico artístico y cultural. Eso no significa que Martínez no estuviera atento a todo lo que ocurría en la vida cultural mexicana e internacional, sino que no se quería en absoluto involucrar en el desgaste de la promoción. Así, el lenguaje artístico de Ricardo Martínez deviene de su suma actualidad tanto por la intensidad de su desarrollo como por lo oportuno de su discurso estético y poético. Y es desde la actualidad desde donde nos aproximamos a su obra, para entender mejor a un artista que ya desde los inicios de su trabajo supo concebir la pintura y su proceso creativo como un camino en solitario, lleno de constantes búsquedas. Era un artista puro, ensimismado, en permanente búsqueda del misterioso trasfondo de sí mismo y de las cosas; en suma: un verdadero artista.