Como agorero del desastre —él y Manuel Camacho Solís siempre lo han sido—, Marcelo Ebrard salió con un espantapájaros: “Gobierno de coalición o regreso al viejo régimen del PRI”. ¡Uyyy… qué miedo!

¿A quién quería asustar? ¿Al electorado, a su partido —el PRD— o a esa parte ortodoxa del PAN que no lo aceptaría como candidato de una alianza para el 2012, similar a la que el jefe de Gobierno, los Chuchos y por supuesto Felipe Calderón querían formar en el Estado de México?

Desde hace tiempo, tal vez desde que Camacho Solís era operador político del PRI, no se veía una obra de teatro tan predecible y mal montada. Un día antes de la amenaza que lanzó Ebrard para colocar al país en el Eje del Mal —¡coalición o PRI!; ¡vida o muerte!— se hizo firmar un desplegado a 46 intelectuales, gobernadores y legisladores para exigir una reforma constitucional que permita crear gobiernos de coalición.

La forma como se ha venido planteando esa figura parece más una “trampa para conejos” que una propuesta de fondo, verdaderamente moderna y revolucionaria para dar un giro a la nación.

Para empezar, despierta todo tipo de sospechas que se hable de gobiernos de coalición como si se tratara de la “piedra filosofal”, de la “espada en la piedra”, de una panacea capaz de solucionar todos los problemas de la nación.

En un ejercicio de imaginación, ¿qué haría Camacho Solís si hoy —con toda la ambición que tuvo en 1994 de ser candidato a la Presidencia de la República— ocupara el lugar que tiene Enrique Peña Nieto en las encuestas? ¿Propondría, como hoy lo hace su discípulo —Ebrard—, un gobierno que le restara poder y decisión?

Ebrard sostiene que sólo los autoritarios se oponen a las coaliciones y que él, como demócrata que es, gobierna el Distrito Federal a través de una coalición compuesta por el PRD, PT y Convergencia.

¿A quién le quiere tomar el pelo? Cualquier mexicano sabe que la “cohabitación” que existe en la capital del país entre tres partidos de “izquierda”, está más sustentada en los beneficios económicos que ofrece formar parte del gobierno del Distrito Federal, que en una vocación supuestamente democrática.

La propaganda esparcida recuerda los inicios del neoliberalismo y la globalización. ¿Qué nos decían los dogmáticos del libre mercado?: “El Tratado de Libre Comercio hará de México un país de primer mundo”, “el libre mercado detonará el crecimiento”, “la competitividad nos exige renunciar al nacionalismo trasnochado”, “ha llegado la hora de tirar las fronteras de la soberanía tradicional”.

Aunque algunos medios han publicado —a manera de decálogo— los “beneficios” de los gobiernos de coalición, nadie sabe —incluso varios de los intelectuales firmantes— en qué consisten, y menos si efectivamente garantizarían todo lo que sus propagandistas ofrecen: gobernabilidad, acuerdos, crecimiento, democracia, transparencia, equilibrio de poderes, paz y prosperidad.

Ebrard y sus coaligados no han explicado cómo se van a lograr los milagros de los que hablan. El problema no radica en el programa general de gobierno que puedan pactar sino en los medios para llevarlo a la práctica.

¿Acaso la parálisis que hoy existe entre los poderes Ejecutivo y Legislativo no se estaría trasladando plenamente al gobierno?

Los voceros del “milagro” no se cansan de repetir que las coaliciones son propias de democracias avanzadas, como la de Holanda, cuando lo único que existe en común entre México y ese país son los helados.

Pero además, ¿cuáles serían los criterios para ceder tal o cual cartera a la oposición? Digamos que Ebrard obtiene en el 2012 más del 50% de la votación electoral. ¿Le cedería al PRI la Secretaría de Gobernación?

La discusión sobre los gobiernos coaligados, subido intencionalmente a las primeras planas de los diarios y espacios noticiosos, está colocando en segundo lugar lo fundamental: el proyecto de reconstrucción nacional.

Otra vez, como antaño, los actores vuelven a supeditar el interés del país a la ambición y desesperación personal. Sólo que, en esta ocasión, la coalición se puede convertir en colisión y la victoria no será para nadie.