Adriana Cortés Koloffon

Cuando nos comemos a la muerte a pedazos en forma de calavera de azúcar o pan de muerto, pocas veces recordamos que nuestro Día de Muertos no sólo abreva en la cultura nahua sino que hunde a la vez sus raíces en la tradición celta.

A diferencia de nuestro calendario solar —instituido por el papa Gregorio el Grande—, el de los celtas se rige por la luna. En contra de la creencia común, las festividades celtas no se celebraban durante los solsticios y equinoccios, sino que seguían el ritmo cósmico. En The pagan mysteries of Halloween, Jean Markale explica cómo su calendario se basa en la relación estrecha entre el hombre y la naturaleza, como si ambos formaran parte de un mismo cuerpo.

El 31 de octubre, los celtas festejaban el inicio de un nuevo año. La luna era el indicio de un nuevo ciclo. Asimismo era el fin del verano. La mitad luminosa del año daba paso a la oscura con todas sus implicaciones en una cultura que basaba su economía y alimentación principalmente en el pastoreo y el ganado. El viento en los vastos campos de Irlanda y Escocia soplaba con fuerza, la gente se recluía en sus casas. El 31 de octubre era Halloween, palabra de origen anglosajón que significa Día de Todos los Santos o Noche Sagrada, y formaba parte de las festividades del Samhain (fin del verano, en gaélico) que se extendían hasta el 2 de noviembre.

¿Cómo celebraban los celtas el Samhain? James George Frazer, en La rama dorada y Jean Markale, en su libro citado, se refieren a festividades comunitarias en las que se pretendía ahuyentar a los malos espíritus y recibir a los muertos que durante esos días dejaban el más allá para visitar a sus amigos y familiares. Halloween era considerado un día en el que se estaba en un estado intermedio: entre la luz y la oscuridad, la vida y la muerte, lo real y lo imaginario. Esa noche (el primer día del año según el calendario celta), los campos se poblaban con brujas, duendes y fantasmas, seres provenientes de un mundo irreal asociado con las fuerzas oscuras de la naturaleza. Los tres días del Samhain se permitían todo tipo de excesos. Se acostumbraba beber y comer carne de puerco. Era una festividad obligatoria y quien no la celebrara corría el riesgo de volverse loco y morir. Había una comunión en el sentido estricto de la palabra: las orgías no tenían un sentido profano, sino sagrado; su propósito era alcanzar la unión con la divinidad. El vino y la unión de energías corporales comunitarias transportaban a un lugar fuera del mundo a quienes celebraban el Samhain con rituales parecidos a los dionisiacos, celebrados en la Grecia antigua, o a los que rendían culto a la Diosa de los Orígenes, llamada por los antiguos irlandeses Medb cuyo nombre significa embriaguez, raíz de la palabra middle (en medio) en las lenguas de origen celta: estado intermedio entre lo terreno y lo divino; entre lo apolíneo y lo dionisiaco. Lugh, divinidad celta que presidía las festividades del Samhain fue incorporado por César al Panteón de los dioses romanos como Mercurio, el mensajero alado, intermediario entre dioses y humanos.

Parte del ritual durante Samhain consistía en prender fuego a helechos, barriles de alquitrán y tallos. Cuando los fuegos se extinguían, explica George Frazer (La rama dorada), “reunían las cenizas con cuidado formando con ellas un círculo y colocaban dentro de él una piedra por cada miembro de las familias interesadas en cada hoguera”. A la mañana siguiente, si alguna de estas piedras estaba removida o estropeada, “la gente daba por seguro que la persona a quien correspondía estaba fey o elegida, y a contar de ese día no sobreviviría doce meses”. Los fuegos rituales, suerte de ceremonias mágicas o hechizos solares tenían como propósito el influjo favorable sobre el clima, la vegetación y los animales “puesto que los efectos que se les atribuye recuerdan a los de la luz solar” (Frazer). Las hogueras tenían a la vez un efecto purificatorio al iniciar el 31 de octubre un año nuevo.

El Halloween llegó a América con los colonizadores procedentes de Irlanda y Escocia. Ahora que esta festividad está por completo comercializada con los disfraces de todo tipo y los adornos de calabazas, brujas, fantasmas, figuras excéntricas que se venden en los escaparates y los supermercados al mejor postor, no está de más recordar los orígenes sagrados del Samhain, festividad a la que el cristianismo le dio, como sostiene Jean Markale, su “certificado de bautismo”, igual que a tantas otras de origen celta, griego, romano, hebreo o nahua, aquí en México.

De cualquier modo, llámese Samhain o Día de Muertos, la parte oscura del año nos hace reflexionar en la que quizá sea nuestra única certeza: la muerte. Así lo expresa un poema traducido del náhuatl por Miguel-León Portilla incluido en los Cantares mexicanos: Muy cierto es: de verdad nos vamos,/ de verdad nos vamos./ Dejamos las flores y los cantos y la tierra./ ¡Es verdad que nos vamos, es verdad que nos vamos!/ ¿A dónde vamos, adónde vamos? (…) ¿Será que festejamos a la muerte para alejarla? “Halagar a la muerte. Alejarla con halagos”, escribió Elías Canetti en El libro de los muertos. Así lo hicieron los celtas al celebrarla con excesos; así lo hacemos nosotros al festejarla con flores de cempasúchil y calaveras de azúcar; y le decimos tomándole prestados los versos a José Gorostiza (Muerte sin fin): ¡Anda, putilla del rubor helado,/ anda, vámonos al diablo!