Por Juan José Reyes

Al toreo, como a la ópera, suele tomársele gusto en los años de infancia. Si mis padres o un amigo íntimo en la primaria, por decir, eran aficionados deveras es altamente probable que yo propenda a tener esa misma afición. En México, como en España, ocurrió en abundancia este proceso de transmisión, y el toreo llegó a ser un elemento propio de la cultura popular en esos lares. Con el tiempo las cosas han venido variando, y nadie podría afirmar en nuestros días que la afición de hoy es tan cuantiosa como la de antes. Ni aquí ni allá. Hoy los niños y muchachos disponen de un número grande y creciente de entretenimientos —algunos de ellos no poco discutibles desde la perspectiva de la corrección. En nuestro país suma ya lustros el tiempo en que se aduce como motivo de aquella mengua la falta de “figuras”, lo que no revela más que la gana de ver las cosas al revés de cómo son: la mengua obedece, en otros factores, a la ausencia de diestros encumbrados. Además, como se sabe pero quiere comúnmente ocultarse, las reses bravas son en el país menos bravas de lo que antes fueron. Se las produce y se las alimenta de modo que puedan servir idóneamente a lo que se dio en llamar, no sin cursilería, la práctica de la “escuela mexicana del toreo”.

Desde fuera del ruedo y lejos de los tendidos con frecuencia brotan voces más o menos airadas en contra del toreo.

Proceden de la gente a la que le asusta la sangre y afirma que no tolera la crueldad. Su punto de vista es irrebatible: los toros sufren y terminan muertos por la mano de los matadores y ante la mirada de los espectadores, siempre dispuestos a pasarla bien.

¿Cómo un niño puede aficionarse? Se dirá que la mala educación no es infrecuente, pero queda a la vez una certeza:

aquella sangre, aquella crueldad y aquella muerte no sólo no son repelidas naturalmente sino que llegan a causar interés vivo, alegría e inclusive pasión. Sirvan estas obviedades para decir otra, que suele ser puesta de lado: la afición taurina es parte de la cultura, es una creación comunitaria. Nadie imaginaría por lo demás a un torero y su cuadrilla dando lidia y muerte a un burel en una plaza solitaria y en silencio. No sé si pueda decirse que el toreo es una fiesta pero no parece haber duda de que, si lo es, se trataría de una fiesta en la que muchos se divierten, disfrutan y nunca llegan a sentirse mal. Una fiesta cruenta y fatal, que recuerda los tiempos antiguos.

Lo cierto es que si de toros se trata hay que remontarse hasta los tiempos de Creta, en el más grande abanico del tiempo y el espacio, y en tierras de lo que sería México hay que recordar las desatadas añoranzas de Hernán Cortés y de otros conquistadores que pusieron en juego reses que de la otra orilla trajeron. Comenzó entonces la tradición, que no tardaría en echar raíces en nuestro suelo.

El siglo XX mexicano, incluso ya bien entrado en años, fue tiempo de toros. La afición a la tauromaquia se extendió por el territorio entero y los diestros se tornaron personajes populares. De Ponciano Díaz a Curro Rivera, el último de los más grandes, el toreo fue poblando la imaginería de miles y miles. Fue inmenso su poder reproductivo en las mentes infantiles, a cuyos sueños se acercaron más, mucho más personajes como Rodolfo Gaona o Lorenzo Garza que beisbolistas o jugadores de futbol de moda. Los toros, inclusive, resistieron en principio el embate de los medios electrónicos, merced a buenas voces, una de tono populachero y roncamente cálido (en la radio, la de Paco Malgesto), y otra pretendidamente culta (en la tele, la de Pepe Alameda). Buenos cronistas y comentaristas tuvo la prensa escrita (destacadamente Juan de Marchena, en el diario Esto).

Podría escribirse una historia del Distrito Federal a partir de una historia de sus plazas de toros. Ahora, demolido el vecino Toreo de Cuatro Caminos (construido con los materiales del antiguo Toreo de La Condesa que quién sabe adónde irían a parar ahora), queda sólo la Plaza México, un recinto poco agraciado pero de amplísimo aforo (su capacidad, como se repite hasta el hartazgo, es la mayor del mundo en la materia). El coso formó parte de un vasto proyecto que incluía el Estadio Olímpico de aquella “Ciudad de los Deportes” que no prosperaría (se pensaba en la construcción de canchas de frontón y de tenis, por ejemplo). El Distrito Federal había crecido y en aquellos años medios del siglo no podía pensarse más que lo inevitable: que continuara creciendo en términos de población, y también de bienestar (decía pensar los políticos). El deporte y el entretenimiento tendrían que correr en paralelo a aquellos cambios, y no puede dejar de llamar la atención un hecho revelador: la Plaza México es mayor que el Estadio Olímpico (adjetivo, este de “olímpico”, que no tuvo nunca su correlato en las instalaciones del inmueble). Hay un solo motivo de aquella diferencia: mientras la afición al futbol estaba en pleno aumento, la tauromanía o la taurofilia se encontraban en plena ebullición.

Nunca, como sí ocurriría en España, se halló en la afición a los toros un elemento propio de la nacionalidad.

Lo “mexicano” de esta práctica consistió, durante décadas, solamente en una cuestión relativa, es decir vinculada, enfrentada a lo naturalmente español. Desde Gaona pudieron reconocer los taurinos nacionales méritos suficientes para ponerlos de lado o delante de los peninsulares. Aun en tiempos del más duro franquismo, y cuando las relaciones hispanomexicanas andaban casi a ras de suelo, se hallaron motivos para alimentar esta rivalidad patriotera, que tuvo su colmo con Manolete, por el lado ibérico, y el texcocano Silverio Pérez, torero este que supo darle a sus suertes un sello personal que no tardaría en ser visto como propiamente mexicano. Pero lo verdaderamente fuerte de aquellos enfrentamientos se jugó sobre los escritorios, por la parte de los asuntos contractuales. Llegó a entablarse una especie de guerra comercial, lo que hizo decir a comentaristas nativos que los españoles temían a los mexicanos.

Pero todo esto no pasó de ser un nacionalismo ramplón, por lo demás no faltante nunca en asuntos relativos a los espectáculos (o a otros menesteres) que incluyen a participantes con viejas rivalidades.

Abundaron las películas mexicanas en las que los toros fueron, si no el tema principal, sí una presencia constante.
Diestros de renombre, como el gran muletero tapatío Manuel Capetillo o el valiente torero leonés Antonio Velázquez, aparecieron en pantalla vestidos de corto y de luces. Carlos Velo filmó el retrato de Luis Procuna, matador de fama, modelo idóneo de lo que ha de representar el toreo para sus propios hacedores: una mezcla extraña, sumamente compleja y muy difícil de explicar, de fascinación, embrujo, y de pavor, sentimiento del absurdo. La película, llamada simplemente Torero, sigue siendo de lo más visible.

Como todos los personajes populares, los matadores fueron trazando a su alrededor leyendas. Un halo de misterio rodeó a Lorenzo Garza, conocido sugestivamente como el “Ave de las tempestades”, o a Fermín Espinosa “Armillita”, un lidiador tan capaz, tan magistral que nunca, se decía, fue cogido por burel alguno. Todavía en los años sesenta la fiesta brava —curioso nombre, lleno de pretensión sin duda— desataba pasiones entre miles de aficionados. Mala memoria tendría quien no recordara la rivalidad de un gran torero, el poblano Joselito Huerta, con un señoritingo español, andaluz, llamado Paco Camino. Vino a México por aquellos años, para cimbrar los cánones de una estética nunca del todo definida, Manuel Benítez “El Cordobés”, un diestro que representaba el ímpetu de los nuevos tiempos: cierta melena, que incluía un copete estorboso, y unas maneras que parecían sincopadas y que servían de contrastante marco para lances de seductora suavidad. “El Cordobés” era lo contrario a todo, y en especial a otro gran diestro peninsular: Santiago Martín “El Viti”.

Desconozco las razones de una suerte de eclipse de figuras españolas en nuestras plazas durante los años setenta. Buena parte de ellas estará, imagino, en un declive de la calidad ibérica entonces. Fueron aquellos años los del brillo de un interesante torero de Monterrey, Manolo Martínez, quien no pudo librarse nunca de la sombra que le hicieron las luces de Capetillo y Huerta y las novedosas de Curro Rivera.
Luego, y salvo la fugaz irrupción de David Silveti, miembro de una ilustre dinastía de buenos toreros, los toros en México han estado dominados por los españoles. No han sido buenas las irrefrenables oleadas del espectáculo electrónico, y otros modos culturales, para una práctica que trata repetidamente de reencender entusiasmos.
Ahora unos diputados grises e ignorados (e ignorantes) quieren prohibir los toros en la capital. Como si las prácticas culturales pudieran vivir por decreto. Imitando a los catalanes (cuya reciente prohibición taurina tiene un inevitable tufo oportunista y político), parten del sinsentido que consiste en condenar a la minoría. Aducen razones ecológicas (prohibido referirse a la corrupción de sus instituciones como práctica corriente); olvidan el tedio, el fastidio, la depresión, cuando no los malos tratos, que padecen los animales en los circos y los zoológicos. Y olvidan sobre todo aquello que el poeta también cordobés, veracruzano, vio con entera penetración: las tradiciones no se decretan. Ni para nacer ni para morir. Sencillamente viven, mientras lo hacen. Prohibir el toreo no sería más que una ominosa señal de autoritarismo, recubierto para colmo de “buenas”, “correctas” “razones”.