Nellie Campobello escribió varios libros, de entre éstos sobresale Cartucho, relatos de la lucha en el norte, de 1931. Lo componen interesantes textos breves de la Revolución en tierras de Chihuahua que la han hecho imprescindible cuando de la literatura de esta gesta se trata. Me sorprende el punto de vista crudo, directo, sin temor a la crueldad y a la muerte, porque ese punto de vista es el de una niña de menos de ocho o nueve años, que era ella en esos días. Testigo de estos hechos, Campobello (nacida en 1909, no tengo la fecha de su muerte, que fue, según recuerdo, en medio de un escándalo de derechos), presenta con una bonita forma sus anécdotas, narradas sencillamente. Demostraba más intuición narrativa que preocupación por el estudio de las técnicas narrativas. Aunque fue amiga de Martín Luis Guzmán. Era una escritora espontánea. En Las manos de mamá (1937), esta pericia natural se debilita, aunque no deja ser un relato biográfico cautivante, sentimentalmente aceptable, con pasajes en el mismo tono de Cartucho: fusilados, ahorcados, privaciones y, sobre todo, la fortaleza y soledad de la madre de Campobello, que al final sucumbe ante la muerte de su pequeño hijo rubio y de ojos azules. Con esta lectura vislumbré la soledad de Campobello, por la que no se quejaba por cierto, pero está a flor de piel: el padre muerto en combate cuando ella era pequeña, casi no lo menciona, la madre sufrida, su heroína, generosa ante el dolor ajeno y muerta cuando no resiste la de su pequeño hijo, el hermano desaparecido en “la bola” y la angustiosa e inútil búsqueda. Todo en los relatos citados tiene que ver con la Revolución y todo es, como no podía ser de otro modo, una desgracia.
Asombra, también, el carácter de Campobello que la hace resistir tanto dolor, el propio y el ajeno. Vivía su literatura (la vio primero, y luego la escribió), por eso no se distrajo en la redacción clásica. Sus relatos parecen haber sido hechos a sangre fría, sí, pero también con un conocimiento tácito de un profundo dolor de la vida. La sencillez de algunas de las figuras literarias usadas no disminuyen un ápice la calidad narrativa ni en la gracia ni en la eficacia. Tal vez dedicó más tiempo a la danza en la que tuvo un destacado papel (con su hermana Gloria escribió Ritmos indígenas de México, 1940). Pero en estos escritores de la Revolución, fuera de Azuela quizá, se deja traslucir que no creían en una carrera dedicada a la escritura de novelas y relatos. Escribieron porque vivieron y vieron lo que vieron y vivieron. No les pasó por la mente que la literatura era otra pasión, una que exige, como las otras, toda la concentración, toda la vida. Quizá por eso algunos escribieron poco.
A propósito de que Campobello escribió Apuntes sobre la vida militar de Francisco Villa (1940), en ¡Vámonos con Pancho Villa!, de Rafael F. Muñoz, aparece una impresionante representación del sometimiento de sus seguidores hacia ese caudillo. Para aquéllos Villa era una Divinidad, que podía hacer con ellos y los suyos y lo suyo lo que le viniera en gana. Como cuando Villa asesina a la mujer y a la hija de Tiburcio para que ya no tenga pretextos para no seguirlo. Las asesina enfrente de él, y poco después, a su pequeño hijo lo acribillan cuando disparaba una ametralladora en el sitio de Villa. Éste dice, al ver al muchachito ensangrentado, abrazado al arma: “Tu también me protegiste”. Pensó que si lo acostaba en el piso iba a perder todo su heroísmo y lo dejó embrocado en el arma. Asombra que Tiburcio Maya llore cuando Villa lo chantajea sentimentalmente y no cuando matan a su familia. A sus hijos y a su mujer no los cuidó pero a su caudillo sí, cuando le dieron un balazo en la pantorrilla que no le podía sanar. Inevitable no pensar en algún rasgo homosexual en esta escena. Finalmente, por ocultar a Villa, no le importó ser torturado por los gringos ni ahorcado por los carrancistas. He ahí el poder de sometimiento sobre sus fanáticos de ciertos caudillos y he ahí el verdadero peligro.
Si lo que se puede leer en la novela de F. Muñoz, como en Cartucho, de Campobello, fue la Revolución, que yo estoy seguro que sí, se puede uno preguntar: ¿Valió la pena tanto sacrificio? Cientos de miles de hombres muertos —sin contar las viudas, los huérfanos y la muerte de los civiles— sólo para sostener a uno o a otro caudillo. Es ineludible pensar que el fanatismo surge en los movimientos de masas. La fuerza del caudillo está “en su gente”, a la que maneja con la seguridad de un entrenador de perros. Más aún. Los perros son leales pero tienen instinto de conservación; el fanático, ante la entrega extrema que siente por su caudillo, lo pierde.
Sin embargo, Campobello escribió sus relatos cortos de tal manera que no parecen una tragedia, menos un melodrama. Muchas veces los cerró con una línea irónica, ingeniosa, graciosa. Y estaba hablando de un fusilado, un ahorcado, un amor frustrado por la muerte. En “Mugre”, cuenta varias cosas, entre ellas que su hermano de trece años estaba desaparecido y creían reconocerlo en cada cadáver que encontraban en la calle, hasta que se toparon con el de un muchacho guapo y blanco, del que se enamoraban las muchachas y la muñeca de la niña Campobello: “José Díaz, joven hermoso, murió devorado por la mugre; los balazos que tenía se los dieron para que no odiara al sol”. Esta es la naturalidad narrativa que poseía. Como lo he expresado, en estos relatos también se nota la gratuidad de la muerte ante el hecho incontrolable y catastrófico de la Revolución.