Víctor Toledo

El eléboro elabora o cura la locura
Escribe la poeta inglesa Ruth Padel que la planta del eléboro, de negra raíz (como el corazón de la Tierra), puede provocar la bilis negra de la melancolía, la locura (y la tristeza): también curarla (la locura es negra). Es el sistema de magia griega llamada apotropaica —que es el mecanismo de defensa atribuido a determinados actos, rituales, objetos, frases, fórmulas para alejar el mal, protegerse de él o de los malos espíritus o acción mágica maligna. Apotrepein es “alejarse”. Igual tiene que ver con la represión psicológica de lo malo—, de base homeopática.
Melan kholía significa negra bilis, igualmente se pensaba que también era una especie de locura sagrada (aquí triste locura o locura de la tristeza) que venía de la pesada influencia de la esfera de Saturno, el planeta negro, para poseer a los poetas, filósofos, políticos y adivinos. Posteriormente (alumbrado con la claridad órfica y desestigmatizado por Marcelo Ficino en el Renacimiento) se convirtió en la locura del genio. El sol negro de la melancolía que consteló el laud de Nerval viene a iluminar, con su terrible luz mortecina, el sol negro, el viento negro, y la negra vela de los versos (las estelas del arado y de la mar) de Mandelshtam: la terrible época de la represión estaliniana (tan sólo en la guerra contra Hitler murieron entre civiles y militares 27 millones de soviéticos [en su mayoría rusos], contra 800 mil ingleses y norteamericanos. Rusia llevó el peso mayor de la guerra contra los nazis, el triunfo sobre Alemania se debe sobre todo a ésta).
La estrella saturnal, la saturnalia stella, oscurece el alma individual o el espíritu colectivo de un tiempo: Pero las abejas del ruso también nos llevan al renacimiento (Las Quimeras de Nerval son las semillas —sonetos de forma alejandrina— para la resurrección a una época mejor y más completa, a un tiempo más espiritual: la restauración del mundo sagrado), así la poesía de Mandelshtam en mi traducción:

Toma, para el goce, de mis manos,
Un poco de sol y algo de miel
Como nos ordenaron las abejas de Perséfone.

No se puede soltar una barca a la deriva
Ni sentir en la piel la sombra de una bota
Ni vencer al temor en la dormida vida.

Sólo nos quedan los besos
Felpudos como pequeñas abejas
Que mueren al salir de la colmena.

Ellos murmuran en la transparente espesura de la noche,
Su patria: el profundo bosque de Taiget
Su alimento: el tiempo, la menta y pulmonaria.

Toma, pues, para tu goce, mi regalo salvaje
Este seco y burdo collar
De abejas muertas: la miel que se convierte en sol.

Las abejas que viven en medio del Árbol del mundo, son también el puente entre los celestes, los hombres y el inframundo (aquí es Perséfone). Adelantadas de las musas, las mismas musas que pueden ser, son la voz de la fertilidad más luminosa de los bosques, su forma alada ámbar y amarilla es la opuesta a la estática y negra del veneno amargo del eléboro. Quizás un mito dirá que las rayas negras de las abejas reflejan su procedencia.
Ese profundo círculo nocturno dionisiaco, inframundo generador, oscuro hades: espiral de tiempo y de luz.
Nerval y Mandelshtam extrajeron de lo más profundo del tiempo y de la tierra, el potente eléboro de la poesía para curar al mundo.
La melancolía de la luz saturnina, la saturnalia radiante de la navidad. De nuestra futura Navidad: víspera de la avispera, luces que se vislumbran ya en el negro Árbol del invierno (del infierno, el hades), y de la noche.

Luces que alumbran el Árbol del viaje y el viaje del Árbol bien plantado más danzante. El sol negro de la melancolía se opone a la Piedra de sol de Octavio Paz (la de-solación de la sol-edad a la asunción mística celebratoria del amor de pareja completo —y por ende del Mundo—: físico-espiritual, como en la poesía oriental) sólo como la otra cara de su ciclo. Es indudable (como lo indica el epígrafe del soneto “Artemisa” del calendario solar poético) que Las quimeras nervalianas (y con el resto el mundo clásico griego) penetraron —junto al mundo cíclico azteca— en la cosmovisión renacentista moderna del poema mexicano, en la radiación de un sol más vivo.

La luz gentil y abismal de la genciana: el otro antídoto de la melancolía

La genciana azul es de un color tan intenso que es una lámpara de luz, el azul genciana es una auténtica flor de hadas que crece sólo en las alturas de las montañas que alcanzan el Reino, donde absorbe como un oído mágico el color azul del cielo más místico y profundo, el lapislázuli que sólo Andrei Riublov pudo atrapar en su obra maestra: fuga de Bach a otro mundo. La flor es un frasco del mundo sobrenatural, del color divino. Crece, ilumina, asombra, en septiembre y octubre (en la melancólica luz dorada del otoño).

Su variante, la genciana amarilla coincide en muchas propiedades con el hipérico (de Hiperión dios del sol) la flor de San Juan (otro antídoto contra la melancolía), y la santa Artemisa, el ajenjo, “la madre de todas las flores”, como la llamaron los griegos (vermífuga, tonificante, emenagoga, parturienta, colorética, animante, hepática…), las tres (con la variante de las gencianas azul, roja y violeta) son amarillas como el sol. Son plantas y flores solares de la alegría: plantan el sol.
Hacen radiar las cinco puntas del astro en “la noche oscura del alma”.

En el caso de la extraordinariamente bella, de la sobreterrena luz, la genciana azul, se entiende que este color celeste profundo, recóndito, transportará a Perséfone al hades, a su llama azul celeste, lo de arriba es abajo, el viaje del shamán es un viaje inverso. El sentido del verso es inversamente proporcional al sentido del lenguaje coloquial, el azul pasmoso de la genciana es el azul del viaje sagrado.

Si Nerval o Mandelshtam hubieran sido curados de su melancolía con este azul maravilloso, no se hubieran suicidado. Planta saturnal, cura con el amargo sabor negro de su raíz la oscura pesantez del plomo (Según Marie-Luise Vonz Franz, la depresión tiene como elemento alquímico el plomo [metal que se corresponde con el planeta Saturno], que no permite al alma volar).

Junto a la genciana azul en los olimpos europeos vive la Estrella de cristal, otra flor sagrada de la nieve, otra druídica hada. Las eléctricas gencianas azul y amarilla forman los colores celestes de más alto contraste (en sí las gencianas azules con sus pétalos forman el cielo y con su centro el sol: ahí lo anidan, como parte de los pétalos o como pistilo).

Cuando el poeta Lawrence habla de la flor de la genciana (—podemos interpretarla también— como la lámpara de Perséfone con que se guía ella al inframundo), contradice a Sócrates en su opinión negativa acerca del conocimiento consciente, según él nulo, de los poetas, y le da la razón a Shelley respecto al conocimiento completo, sabio y profundo de éstos (como Shakespeare cuando habla de los hechizos o los fenómenos naturales), sabe de qué habla.

“El viaje nocturno del sol por el mar”, correspondiente de la mitología egipcia, es la forma arquetípica de la luz arquetípica de la flor.

La luz azul de la genciana contra la antorcha negra de la melancolía que en el célebre poema “Bavaria Gentians” (genciana bávara, esa maravillosa variante alpina, de esta flor fosforescente, un poco más violeta) invoca D.H. Lawrence en excelente traducción de Octavio Paz (“la novia perdida y el esposo” evocan igual a Orfeo y a Euridice, al espíritu y el cuerpo, al alma y a dios, al Uno original):

¡Dadme una genciana, una antorcha!
Que la antorcha bífida, azul, de esta flor me guíe
por las gradas oscuras, a cada paso más oscuras,
hacia abajo donde el azul es negro y la negrura azul,
donde Perséfone, ahora mismo, desciende del helado
(Septiembre
al reino ciego donde el obscuro se tiende sobre la obscura,
y ella es apenas una voz entre los brazos plutónicos,
una invisible obscuridad abrazada a la profundidad negra,
atravesada por la pasión de la densa tiniebla
bajo el esplendor de las antorchas negras que derraman
sombra sobre la novia perdida y el esposo.