Diálogo imaginario con el único mexicano que viajaba en el trasatlántico
Guadalupe Loaeza
El pasado fin de semana estuve de viaje. Pude realizarlo sin salir ni un solo minuto de la habitación 417 del hotel. Aprovechando una maravillosa tarifa de fin de semana (50% más barata que la normal) me enclaustré, por dos días, en el hotel Four Seasons. Dado el lujo, el confort y la decoración de sus habitaciones, pensé que eran las que más se asemejaban a las cabinas de primera clase del legendario Titanic.
Allí estaba, esperándome, entre los 2 mil 223 pasajeros, el único mexicano que estaba a bordo y que por un acto de cortesía murió durante el hundimiento del barco más grande y lujoso del mundo. Me refiero, naturalmente, al diputado Manuel R. Uruchurtu. Cuando lo vi, paseándose por la cubierta, vestido impecablemente con su redingote de casimir gris oscuro y cuello de terciopelo negro, sus guantes de piel y su bastón, no lo podía creer; estaba igualito que en la fotografía que tengo de él. Se veía, sin embargo, aún más joven, no parecía un legislador del gobierno mexicano en misión diplomática de 39 años, que entonces tenía.
—Don Manuel, qué gusto me da verlo —le dije con un entusiasmo entrañable—. ¿Sabe que llevo meses pensando en usted, prácticamente todos los días? Que ¿por qué? Porque estoy escribiendo un libro acerca de su hazaña heroica. En el 2012, se cumplirán 100 años del hundimiento del Titanic. Ya pasó un siglo, desde que usted le cedió su lugar a esa señora inglesa llamada Elizabeth Ramell Nye. Créame, don Manuel, que su acto de caballerosidad no fue inútil, todo lo contrario, ha trascendido, no nada más entre las generaciones de su familia, sino entre los que han seguido muy de cerca, desde hace años, la tragedia del Titanic. De hecho mi libro llevará como título: El caballero del Titanic.
El diputado Uruchurtu no daba crédito de todo lo que estaba escuchando. Tal vez pensaba que nadie se enteró que la madrugada del domingo del 14 de abril de 1912, mientras que la lancha salvavidas número 11, donde lo habían colocado en su carácter diplomático, descendía cuidadosa y muy lentamente al mar, de pronto, a la altura de la segunda clase, Elizabeth extendió a un bebé que llevaba en los brazos suplicando que alguno de los pasajeros de la lancha le cediera su lugar, ya que su marido y otro hijo, la estaban esperando en Nueva York.
—Si se enteraron en México, ¿quiere decir, entonces, que la pasajera sí cumplió con su palabra de ir a ver a mi madre a Hermosillo y a mi mujer en San Cosme para contarles lo sucedido? Le confieso que sí me complace, mi querida señora, saber que mi muerte no fue estéril y que mis siete hijos supieron que su padre se conmovió ante la desesperación de una esposa y una madre.
—Don Manuel, me da mucha pena decirle que esa señora mintió. Ni estaba casada ni tenía hijos. El bebé que llevaba en los brazos no era suyo, tengo entendido que pertenecía a otra familia de la tripulación. No hay duda que el caso del Titanic mostró todos los aspectos de la condición humana, de la más extrema generosidad como la que usted tuvo, hasta la mezquindad más deplorable que pueda tener un ser humano. Allí está el ejemplo de J. Bruce Ismay quien, como usted, viajaba en primera clase, y era el director de la compañía constructora del Titanic, la White Star Line. Después que dizque contribuyó a llenar algunos botes salvavidas del lado de estribor, ayudó a armar el bote plegable C que lo pondría a salvo, siendo que la consigna del capitán Smith era, primero las mujeres y los niños. No se puede imaginar cómo criticaron en todos los diarios de Europa su falta de caballerosidad. “Is may had not behaved as a gentleman”, se leían los titulares en grandes letras. Permítame decirle, don Manuel, que el Titanic se hundió por completo, partiéndose en dos, en casi tres horas y de la primera clase, nada más se salvaron 210, de la segunda, 125 y de la tercera 200. En total, contando todo el personal, murieron mil 500 víctimas.
—¿También murieron los músicos que nunca dejaron de tocar ese ragtime tan bonito que se llama Autumn?
—Todos se ahogaron en el barco, don Manuel; pero como usted, ellos también son unos héroes, porque ellos con su música trataron de evitar que la gente se desesperara aún más. Pero fíjese, que en 1985, gracias al doctor Robert Duane Baillard, un geólogo submarino, una segunda vida empezó para el Titanic, a principios de septiembre de ese año, hallaron los restos de lo que había sido una leyenda. Lo encontraron a 3 mil 810 metros de profundidad…
—No me diga, señora.
—Pero ya no le cuento más, don Manuel, porque tiene que leer el libro. En él aparecerán los testimonios de las víctimas, su vida política, el recuento de lo que pasaba en México en 1912, la noche del hundimiento, la entrevista de Elizabeth con su madre y su viuda y de todo lo que se ha descubierto en los últimos 25 años acerca del Titanic.
De pronto, me di cuenta que ya no estaba el diputado Uruchurtu frente a mí. Estaba sola en esa maravillosa habitación del hotel Four Seasons, en la cual se seguía escuchando a los músicos de la banda que nunca dejó de tocar Autumn, el ragtime más melancólico que he escuchado en mi vida. Con el CD And The Band Played on, la sensación de la presencia de don Manuel y la de toda la tripulación del barco, experimenté, el pasado fin de semana, un viaje titánico, pero sobre todo, un viaje apasionante.