La Patria de López Velarde
Juan José Reyes

Es seguro que los noventa años de la muerte del poeta Ramón López Velarde serán recordados con diversos actos. Convendrá sobre todo volver a leer a aquel poeta singular, hacedor de una obra que no deja de deslumbrar y de inquietar. Se trata del “poeta nacional”, como durante un tiempo se le llamó a raíz de la exitosa divulgación de “La suave Patria”, su poema más conocido, aparecido precisamente aquel 1921 en que moriría el autor y cuando se cumplían el primer centenario de la consumación de la Independencia. El poema fue escrito por encargo, y posee un tono que rompe con la línea que siguió el artista jerezano. El tono de “La suave Patria”, como advirtió originalmente hace ya cuarenta años José Luis Martínez, se anuncia desde la entrada del poema, que procede directamente de Virgilio. A pesar de haber tenido que recoger de otra voz y de otras cuerdas los acordes que le servirán, López Velarde consiguió en el famoso poema un registro de una percepción de la patria deveras vivo y no pocas veces lleno de brillo.

En 1921 la patria mexicana podía aparecer ya como una entidad “suave”. Habían terminado los estruendos de los cañonazos, las manifestaciones de una violencia imparable desde el asesinato de Madero. Es curioso, o más bien: puede parecerlo, que el poeta que ha pasado a la historia por haber hablado de su íntima naturaleza reaccionaria haya podido ver en sus albores la necesidad de la Revolución. López Velarde no tardó en acercarse a Madero en el centro del país, los meses previos al levantamiento demócrata, y no son pocos los que piensan en la posibilidad que algo de la inspiración del poeta se haya trasladado al Plan de San Luis que Madero terminaría de redactar en San Antonio, Tejas.

El poema celebratorio, que despliega sus notas a la manera de un himno desde su entrada virgiliana, contiene varios aciertos. José Luis Martínez, en el prólogo a la obra entera del zacatecano que el Fondo de Cultura Económica publicó en el cincuenta aniversario de su muerte, en 1971, relata cómo en una versión primera el díptico famoso y muy afortunado que conocemos del siguiente modo

 

Diré con una épica sordina:
la Patria es impecable y diamantina

 

estuvo escrito antes con torpeza, a tiempo advertida por el autor, obligado por las circunstancias a cumplir el papel de cantor.

“Impecable y diamantina” son dos adjetivos que a estas alturas a los mexicanos pueden decirnos poco, en virtud de haber querido decir tanto. López Velarde, como ha probado con minucia y precisión Octavio Paz, fue un hombre al corriente de los tiempos, un hombre que supo ir en la corriente moderna. Fue un lector atento y no pocas veces de plano siguió caminos enteros que ya habían sido transitados por predecesores contemporáneos, como el español González Blanco o como el mismísimo Amado Nervo, poeta al que el jerezano admiró tanto. Acierta, deslumbra sin falta, o casi sin falta. Leía, asimilaba pero no dejó nunca de tener voz propia, ni de manifestar su genio aun dentro de una tendencia casi inviolable a rimar con excesiva facilidad (¿facilismo?). En los dos versos que he reproducido arriba López Velarde ha de encontrar una rima. Lo hace con admirable inmediatez. Consigue que la pareja sordina/diamantina convivan con entera naturalidad. Vivan: están frescas, resuenan y brillan, además como en un himno.

Valdrá la pena que nos preguntemos por qué o cómo puede el poeta ver a la Patria “impecable y diamantina”. Se disipa el humo de la pólvora, deja de manar de las heridas la sangre, se ha apaciguado la violencia revolucionaria. Es cierto. ¿Pero habrá sido tan rápida y tan definitiva aquella especie de redención o de salvación, de purificación? Es posible tal vez referirse aquí a una justificada hipérbole del poeta, antiguo maderista además. Pero también sobre todo es un hecho que López Velarde es esencialmente sincero. Piensa en la Patria de modo entrañable y la mira como una entidad que es a la vez recién nacida y madre protectora. El surtidor y el sediento: lo que da y lo que pide el mayor cuidado para seguir recibiéndolo todo.

Aquélla era una Patria, en efecto, recién nacida. La Revolución habría venido a cambiar su rostro. ¿También su naturaleza? El punto tiene un interés especial porque López Velarde ha sido conocido también como el poeta de la provincia. Lo habrá sido, en cierta medida, pero es clarísimo que no fue un poeta provinciano.

Como dije líneas arriba, López Velarde estaba al tanto de lo que ocurría en la poesía. Antes que nadie en México, por ejemplo, tuvo la capacidad de advertir el vuelo de la poesía de José Juan Tablada, y conocía bien la poesía francesa (de la cual recibe un importante influjo: Baudelaire, Laforgue), la española (que lo influye mediante la obra de González Blanco, Góngora), la hispanoamericana (que lee más provechosamente, en los casos, sólo como ejemplos grandes, del ya mencionado Amado Nervo y muy especialmente de Leopoldo Lugones…). Además, y de acuerdo con su biografía, López Velarde fue a la ciudad y fue un pecador. Octavio Paz, cuyos análisis de la obra y la figura lopezvelardeanas son de extraordinaria agudeza, señala con acierto que no hay hombre que pueda afirmar que no es responsable de las consecuencias de sus actos. López Velarde, seducido por la vida urbana y seducido por la fatal belleza de las mujeres, fue en tal sentido un hombre de su tiempo, mucho más que un pacato hombre de provincia.

Hay, sí, una gran paradoja que brota en la biografía y la obra del zacatecano. Radica en el encuentro del carácter definitivo de la Revolución que ha hecho nacer esta Patria novedosa. Ante esto, López Velarde pide auxilio. Revolucionario, habitante de la gran ciudad, poeta moderno, no deja de encontrar la esencia del país en las minucias que esconde aún o que revela con tenacidad y denuedo, discretamente.

No fue un provinciano, como lo revelan su obra y su propio trayecto de vida. Por ejemplo, y como hace ver Octavio Paz, aborrecía la sola idea de tener hijos, lo que va en contra de la ortodoxia moral viva aún en la provincia. Sin embargo, sí advierte en la provincia rasgos de la Patria que hay que rescatar. Emilio Uranga, con su infaltable brillantez, afirmó en su clásico El análisis del ser del mexicano que en la poesía de López Velarde es necesario observar cómo pasa el tiempo y cómo todo parece moverse pendularmente, en perpetua oscilación, en un ir venir de la noche al día. Tal sería la condición primera del “ser del mexicano”, según se había perfilado desde los tiempos prehispánicos, y según registró Fray Diego Durán. Aquella pendularidad, aquel sentimiento del tiempo vive sobre todo en las tierras de la provincia mexicana.

En 1921 también el poeta escribió una especie de célebre correlato de su famosísimo poema: “Novedad de la Patria” es el nombre de aquel texto corto, lleno de luces y de interrogaciones. Comienza así: “El descanso material del país, en treinta años de paz, coadyuvó a la idea de una patria multimillonaria, honorable en el presente y epopéyica en el pasado. Han sido precisos los años del sufrimiento para concebir una patria menos externa, más modesta y probablemente más preciosa”. La Revolución, como se ve, abre la oportunidad de recuperar el país, de rescatar el ritmo esencial de la Patria. Me importa ahora subrayar los adjetivos modesta y preciosa. Educado en el catolicismo, el poeta parece identificar la modestia con la verdadera mexicanidad. Al diablo los ornamentos, los lujos. Se trata de vivir una Patria “menos externa”, carente de accesorios. Prosigue el autor:

“Nuestro concepto de la patria es hoy hacia dentro. Las rectificaciones de la experiencia, contrayendo a la justa medida la fama de nuestras glorias y la celebridad de nuestro republicanismo, nos han revelado una patria, no histórica ni política, sino íntima”.

Sería imposible no percibir en estas líneas una dimensión moral. A la Patria “la miramos hecha para la vida de cada uno. Individual, sensual, resignada, llena de gestos, inmune a la afrenta, así la cubran de sal. Casi la confundimos con la tierra”. Y a continuación vienen líneas que serían una señal de alarma, una convocatoria: “Un gran artista o un gran pensador podrían dar la fórmula de esta nueva patria. Lo innominado de su ser no nos ha impedido cultivarla en versos, cuadros y música. La boga de lo colonial, hasta en los edificios de los señores comerciantes, indica el regreso a la nacionalidad… De ella habíamos salido por inconsciencia, en viajes periféricos, sin otro sentido, casi, que el del dinero. A la nacionalidad volvemos por amor… y pobreza”.

A noventa años de su muerte, López Velarde sigue deslumbrando como poeta e inquietando como pensador. Y, por cierto, ¿no habrá pensado él mismo en que ese pensador que requería la Patria era nada menos que José Vasconcelos?