Miguel Ángel Muñoz
A Fernanda Deschamsp, que me enseñó
el placer de volver a ver.
Con la muerte reciente de Antoni Tàpies (Barcelona, España, 1923-2012) se va, no sólo uno de los pintores más importantes de la segunda mitad del siglo xx, sino también, el artista que creó uno de los movimientos pictóricos más importantes de Europa: el informalismo. Aunque hay que reconocer que otros artistas de España tienen también mucho mérito: Luis Feito, Rafael Canogar, Manolo Millares y Antonio Saura —miembros del grupo El Paso— y los catalanes Josep Guinovart, Albert Ràfols-Casamada, Modest Cuixar y Joan Ponc. Tàpies es un artista sin el cual no se puede entender la historia del informalismo, el arte de la materia y la abstracción. En 1948 funda en Barcelona con Joan Brossa el grupo Dau al Set. Su grandeza y capacidad de trascender de lo físico a lo mágico hacen de él un autentico alquimista capaz de romper con cualquier forma temporal, cualquier obstáculo que impida contemplar la realidad del individuo y las circunstancias que rodean su existencia. Tàpies no sólo es un artista que cambió los rumbos del arte en los años sesenta, proponiendo una clara separación entre dos tipos de diálogo: la figuración y la abstracción, sino que también cambió, de forma muy decisiva, la concepción lúdica del espacio en la pintura.
Si comenzamos una breve relectura de su obra, es posible, en cierta manera, asumir y entender sus desafíos pictóricos. El proceso creativo de Tàpies significa una metamorfosis, reestructura, cambio de apariencia y materia, todo lo que pintor catalán ha querido conseguir con su trabajo: “Cuando trabajo no analizo el porqué de escoger una forma u otra. Es cierto que podría hacerlo a posteriori. Durante muchos años he trabajado de un modo casi automático, inconsciente”, me decía Antoni en una de nuestras múltiples conversaciones. Hay en sus lienzos una dimensión susceptible al juego de creer que el arte es múltiple y que con ello da cabida al desdoblamiento del lenguaje estético.
Es verdad que toda obra de arte es un mensaje cifrado, una afirmación de la vida; desde luego, una sabia preocupación por hacerse escuchar. No es de extrañar que la pintura de Tàpies reclute elementos místicos del siglo xii. No es por casualidad que aparezcan lenguajes poco descifrables, basados en el pensamiento de Ramón Llull, genio universal de la Edad Media —teólogo, poeta, filósofo, misionero— y en cuyo retroceso Tàpies encuentra la explotación del conocimiento, la voz que solicitó a los maestros de su época para enseñar los prodigios de la vida a través de los siglos. La suya es una pintura profundamente matérica sacudida por vehículos de significados diversos, cuyas imágenes son propias de la modernidad.
He de confesar mi preferencia por aquellas piezas de Tàpies más simples de apariencia y, a la vez, con mayores posibilidades, al menos por mi parte, de añadidos significativos, en múltiples letras que representan figuras y signos que descifran el laberinto ambiguo que permea los cuadros. Así, por ejemplo, hay figuras geométricas que aparecen: A, S, T, V, X, Y, Z, que a la vez “implican toda una serie de figuras combinatorias”. Letras animadas que esperan ser sorprendidas por el espectador, cuya apariencia se sirve de múltiples formas o entornos ocres, grises, rojos, blancos, en los que, a la potencia visual —los grandes espacios que apoya, como brazos de tensión, en los muros; la imagen sobre un cuerpo plano, con turbadores trazos que producen un asombro poético, que se retrata en la figuración de cada pieza—, se añade a una implicación personal que no rehúye al acontecimiento estético, y que no propiamente es, sino que, a mi modo de ver, motiva una espléndida de los fondos pictóricos que Tàpies resuelve mágicamente: una angustia teórica o una angustiada teoría que no extrema la complejidad en lo que quiere decir hasta conducirlo al extremo de hacerlo legible, comprensible para aquél que asume el bagaje referencial crítico citado, en un ámbito evocativo. Es decir, Tàpies crea cuadros-objeto, donde recorta, raya, estratifica y compone. Con la “evolución” de su obra, el soporte pictórico se va incorporando al proceso táctil de su trabajo en escultura. Estas sobrias “estructuras primarias” impecablemente ejecutadas, adquieren la pureza propia de aquellos escritos místicos de Ramón Llull. La obra de Antoni Tàpies es lenguaje cifrado, análogo al ritmo de su forma abstracta. Alquimia y magia. Estos temas aparecen en su trabajo gráfico, en la cerámica, en los objetos y en la pintura matérica.
Concepción directa y temperamental. Sonido de la composición.
Los cuadros matéricos tienen su origen en líneas contundentes y en composiciones complejas. La figura se forma tanto en los temas, entre los que se pueden encontrar referencias místicas, como en el tratamiento orgánico de los elementos. Este proceso de cocción deja márgenes para lo accidental y, al mismo tiempo, para la sorpresa. Hay que observar, en la construcción de la obra, dos niveles: el lenguaje matérico, el dibujo, la línea, determinados por el símbolo de rigor estilístico. Tàpies consiguió extraer de la materia una expresividad única. Con ello organizó formas orgánicas en piezas que ensambla y engarza en complejas composiciones. En algunas obras, en las que añade ciertas texturas de piedra, barro y materiales refractarios, se aprecia una tensión estética, que simbólicamente, representa el mundo natural y primitivo, esto es, el ambiguo concepto que va de lo clásico a lo moderno. Y para ello hay que recordar algunas de sus exposiciones, en las que dejó no sólo su legado, sino la evolución de toda una vida dedicada al arte. Entre los museos que exhibió de forma individual están el Museo Salomon R. Guggenheim de Nueva York en 1962 y 1995, así como en el Museo de Arte Moderno de dicha ciudad en 1992, en el Museo de Arte Contemporáneo de Montreal en 1977, en el Museo de Arte Contemporáneo de Chicago en 1977, en el Museo de Arte Moderno de París en 1987, en la Fundación Serralves, Oporto, 1991, en la Galería Nacional del Juego de Pelota de París en 1994, y en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid en 1990, 2000 y 2005. Por otra parte, destacan sus contribuciones a la teoría estética a través de los libros: La práctica del arte, El arte contra la estética, Memoria personal y En blanco y negro, son también parte de su testamento creativo.
Fue conocido con el Gran Premio de la Bienal de Sao Paulo en 1955, el Premio unesco de la xxix Bienal de Venecia en 1963 y el León de Oro de dicha bienal en su xlv edición, en 1993, Premio Rembrandt en 1983, en el Premio Príncipe de Asturias de las Artes en 1990, Miembro de Honor de la Royal Academy of Arts de Londres en 1992, la medalla Picasso de la UNESCO en 1994, entre muchos otros. Antoni Tàpies nos deja, estoy convencido, una belleza estética que está más allá de cualquier concepto artístico, y muy cerca de la creación. Fui un privilegiado de compartir con él su tiempo, su amistad, su memoria, y su gran calidad humana, que me llevó casi diez años de aprender a su lado muchos secretos de su gran arte. ¿Cabe mayor lección de grandeza? No lo sé, pero seguro su obra ya recorre un largo camino hacia la inmortalidad.


