Política de tintes genocidas

Raúl Jiménez Vázquez

El reciente deceso de Miguel Nazar Haro, titular de la otrora Dirección Federal de Seguridad, reactivó con gran intensidad el trauma, la honda herida, la indeleble huella que dejó en el inconsciente colectivo el trágico capítulo de la historia de nuestro país conocido como la guerra sucia. Su nombre permanecerá indisolublemente ligado a una política diseñada, instrumentada y encubierta desde la cúspide misma del Estado mexicano, con el fin de atacar, reprimir y exterminar a quienes decidieron encauzar por la vía de las armas sus legítimos reclamos de justicia, libertad y democracia.

Al igual que lo ocurrido en torno a las matanzas perpetradas por el régimen el 2 de octubre de 1968, el 10 de junio de 1971 y en la ermita de Acteal, un silencio sepulcral y el despliegue de una estrategia oficial de manipulación y tergiversación de la verdad arroparon las acciones criminales llevadas a cabo en aras de mantener incólume un sistema de dominación hegemónica.

Durante un buen número de años, el guión gubernamental fue cumplido al pie de la letra, hasta que el 27 de noviembre del 2001 la Comisión Nacional de Derechos Humanos emitió la paradigmática recomendación 26/2001. Sin embargo, sorprendentemente no se le ha concedido la importancia jurídica, social, política y humanitaria que realmente merece.

La opinión pública aún no ha asimilado ni calibrado suficientemente la relevancia de los impactantes señalamientos y conclusiones que ahí se consignan; ello no obstante que al investigar los hechos que dieron cauce a la guerra sucia la CNDH se condujo en forma muy parecida a las comisiones de la verdad creadas en otros países con vistas a la revisión de su pasado autoritario.

En la recomendación se sostiene firmemente que las demandas sociales acumuladas y no resueltas por las autoridades, así como la violencia sistemática ejercida contra los opositores políticos, fueron el caldo de cultivo generador de grupos subversivos como la Liga Comunista 23 de septiembre, el Movimiento de Acción Revolucionaria, el Comando Armado Lacandones, los Guajiros, las Fuerzas Armadas Revolucionarias del Pueblo, las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional y las guerrillas campesinas de Lucio Cabañas y Genaro Vázquez Rojas.

Pese a haber sido la causa directa e inmediata del surgimiento del fenómeno guerrillero, la respuesta del Estado fue la represión sin límites, la precipitación de un baño de sangre; determinación que cobró vida orgánica mediante la creación, al margen del derecho, de la denominada Brigada Especial o Brigada Blanca, conformada, entre otros, por miembros del Ejército, la Dirección Federal de Seguridad, la Procuraduría General de la República y la Dirección General de Policía y Tránsito.

Asimismo, el ombudsman asevera con total certidumbre que dicho cuerpo militar y policiaco efectuó incontables detenciones arbitrarias, allanamientos de morada, privaciones ilegales de la libertad, ejecuciones sumarias y desapariciones forzadas.

El grado de desenfreno ético y perversidad humana prevaleciente entre quienes fungieron como fieles ejecutores de una política empapada de claros tintes genocidas se revela dramáticamente a través del testimonio de una de las víctimas: “Me levantaron los pechos, estirándome los pezones, después me introdujeron en la vagina un fierro al cual me dijeron que le iban aplicar corriente eléctrica… a mi hija Tania, de un año dos meses, la torturaron en mi presencia, maltratándola y aplicándole toques eléctricos en todo su cuerpecito”.

Los responsables de estas atrocidades operaban al amparo de una densa capa de impunidad; ignorando numerosas denuncias interpuestas siguiendo los cánones establecidos y desdeñando las abundantes notas de prensa que daban cuenta de las tropelías cometidas por los integrantes de la Brigada Blanca; los servidores públicos que tenían a su cargo la función constitucional de investigar y perseguir los delitos no hicieron absolutamente nada.

Con tan aberrante proceder ¾concluye la Comisión Nacional de Derechos Humanos¾, se violaron flagrantemente los derechos humanos a la vida y a la integridad personal, a la libertad, a la seguridad, a la libre circulación y residencia, a la protección contra detenciones arbitrarias, al proceso regular, a la presunción de inocencia y a no ser objeto de tratos crueles, inhumanos y degradantes.

A pesar de la profunda gravedad que revisten tales imputaciones, las barbaridades perpetradas durante la guerra sucia siguen impunes; uno solo de sus autores intelectuales o materiales no ha sido procesado y sentenciado, todos gozan de las mieles del confort y la placidez existencial. Es un tremendo pasivo sangriento, político y jurídico el que gravita sobre las administraciones panistas, pues con su indolencia han asumido el papel de encubridoras de genuinos crímenes de lesa humanidad.

Mientras llega la hora de la justicia, Felipe Calderón, en su calidad de jefe del Estado mexicano, tiene la obligación de reivindicar y honrar a las víctimas de este nefasto episodio, particularmente a los más de quinientos desaparecidos. Dado que en la recomendación se establece categóricamente que la Brigada Blanca contaba con instalaciones especiales dentro del Campo Militar número 1 en que se infligían toda clase de torturas, por lo pronto, antes de dejar el poder, debe ordenar que en el área específica en la que se atentó brutalmente contra la dignidad humana se erija un museo del autoritarismo y la represión al que tengan libre acceso las presentes y las futuras generaciones, de manera que quede grabado en la memoria histórica de los mexicanos lo que jamás, lo que nunca debió haber sucedido.