Mariana Bernárdez
Se pensaría que con la edad se logra una mayor serenidad y que el arrepentimiento es una cura en desuso, pero lo cierto es que el corazón se vuelve más frágil, tropieza fracturando su pulso y gana el cansancio de la arritmia. Es en ese momento cuando la confusión y las coordenadas del cielo no bastan para apresar la fidelidad del hecho, que se hace presente el artilugio que despliega la historia: lo insignificante como detonador de la pasión. O quizá sea al revés, la pasión es un tajo que arroja por los aires la ventura de la esquirla, ésa que se encaja en un costado para punzar y confundir.
Así, la dolencia bien hallada es nostalgia y extrañamiento: astronomía de lo no recuperado que termina por borrarse en lo nimio y que reverbera como imagen en velo. Tenerse es un regalo preciado que dura una brevedad mientras se es manantial para los otros, ¿cómo no dolerse en su ausencia si el latido brota ante la luz de su boca y miles de pájaros dejan su huella al ras de un imaginario delirio? Tarde plomiza de frío entre el ramaje de un éxodo donde el silencio es liminal descenso y la simple creencia es capaz de engañar la congoja de la entraña para dar en gracia el regocijo del aliento.
Tanto amor cuando se distancia deja un vacío difícil de lidiar, porque la lidia es inevitable cuando la línea y el centro son tránsito por lo terrible, en tanto que nunca se ve quien acecha y tan sólo se escucha su resoplido. Entonces pesa el corazón porque tiene que pesar como si en ese gravitar fuese posible tocar el anverso de la penumbra, regocijarse en el hallazgo de la miríada que amplía el porvenir, porque el amor, si lo es de verdad, nos ofrenda el don preciado del tiempo en su fluir (Véase al respecto Dos fragmentos sobre el amor, de María Zambrano).
Paradoja del punto de fuga que quisiera apresar la irrupción de su movimiento, vaivén que repite el gesto de escribir: no hay arte más herida que el de la palabra ejecutándose en ritmo. He aquí la zozobra: si pronuncio árbol no digo ceniza, y la tarde, sin el amarre de la sílaba, se deslía en el incienso que es el vaho de un infinito constantemente descreído. Desmemoria de la desierta tierra, del rezo fallido, de la sombra de una caída sin mancha ni culpa. Si se encontrara ese sonido inicial capaz de aliviar el vestigio y la ruina, ese ulular que brota de la selva enseñoreándose en su inmensidad y extendiéndose por derredor del horizonte, qué insignificante sería el temblor de quien construye su historia a salto de vacío, entre lo que vive y el deseo incumplido, entre la llaga y la cicatriz, entre la esperanza y el pasmo.
¿Para qué entonces el resquemor incierto de una retirada sin oriente? Vale más la miríada de aquello que surca la pérdida para encontrar un horizonte diverso al de la tristeza. Palabra que esquiva la amargura a fin de cerrar el umbral hacia lo oscuro porque todo pronunciar es proclive a la invocación, ¿quién por descuido quisiera ser habitado por un fuego que lo lleve a olvidar hasta el olvido mismo?
¿Qué pensamiento se puede articular? Desbordada la filigrana del compás, la emoción acusa y señala. Tal vez después de algunos días, con suerte, el balbuceo y un cuerpo lacerado y avergonzado por una lastimadura que rebasa el entendimiento. Los ojos miran sedientos cualquier blanco donde reparar, el blanco que salva adentrándose e inaugurando su propio desierto, espejismo de una inocencia que se requiere recuperar de tanto saber su no existir. Blanco. Resplandor. Ceguera. Decían los antiguos que ese instante de desconocimiento anunciaba el brillo del ser, oscuridad como tránsito donde la caricia es la urdimbre hacia un claro donde apaciguarse de tanto relumbre y hallarse en el fondo de la cueva ante las sombras que son fuego: contorno de gacela que guía en su marcha hacia afuera. Asombro y regocijo. Fundación del hálito. El relámpago de la alegría es un don preciado.