Lo anunció la enorme copa de una jacaranda

Guadalupe Loaeza

“¡Qué bonito!”, exclamé uno de estos días por la mañana desde la regadera con la cabeza cubierta de espuma. A pesar de que tenía los ojos llenos de jabón pude percibir, a través de la ventana del baño, la enorme copa de una jacaranda. Estaba toda florida y se caía de tan azul. “¡Ya estamos en pri-ma-ve-ra!”, parecía decirme a gritos color celestes. Tenía razón.

Desde su llegada, el 2l de marzo, no le había tirado el menor lazo. Sentí vergüenza. Como el pasado, este año, tampoco había estado atenta para darle la bienvenida. Cuando salí a caminar, la mañana estaba radiante. Le sonreí y de muy buen humor me acomodé en las orejas los audífonos de mi walkman. Con un espíritu totalmente primaveral me dispuse a emprender mi camino habitual.

De pronto me acordé de lo que había soñado. “¡Qué raro, soñé con la sonrisa de José Saramago!”, me dije extrañada. En seguida recordé lo que había leído en una entrevista que le hizo Juan Manuel Villalobos.

“Hay dentro de nosotros —dijo el novelista— una cosa que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos”. Nuevamente le sonreí a la primavera.

Mientras caminaba despacito a lo largo de Reforma, debajo de la sombra de muchas jacarandas todas azules, recordé lo que había dicho el escritor portugués acerca de una de mis obsesiones.

“A mí —dijo Saramago— no me gusta hablar de la felicidad, sino de armonía: vivir en armonía con nuestra propia conciencia, con nuestro entorno, con la persona que se quiere, con los amigos. La armonía es compatible con la indignación y la lucha; la felicidad no, la felicidad es egoísta”.

Finalmente, regresé a mi casa con un calor insoportable, un poquito ya de mal humor y sin prestarle atención a las jacarandas borrachas de sol, recordé, la neta, la verdad.

De niña, en realidad siempre odié la primavera. A diferencia de mis compañeras de colegio, sobre todo de las ricas, no tenía ropa para la temporada, ni sandalias y para colmo de males, nunca iba a ninguna parte de vacaciones. Me recuerdo vestida con una eterna falda escocesa, con calcetines largos hasta la rodilla y mocasines comprados en el Prototipo de la Moda, jugando en la azotea con una temperatura de casi 30 grados. Tal vez se deba a esos sacrificios que hacía entonces, y que siempre se los ofrecí al Señor, el que ahora sea tan adaptable, no obstante viaje en un Periférico derretido por un sol asfixiantemente primaveral