Cartas desde Europa

Camilo José Cela Conde

Madrid.-Por más que otras enfermedades como el sida o el alzheimer se lleven la palma mediática, el cáncer continúa siendo el azote mayor de la humanidad. El aumento de la esperanza de vida ha llevado, de forma paradójica, a que los tumores abunden; cuando en la España de la postguerra se podía confiar sólo en cumplir 35 años, poco cáncer había; la tuberculosis se encargaba de matarnos. Pero alguna vez leí que todos los varones que llegan a ser centenarios sufren de un tumor de próstata. Es el precio que se paga por la longevidad.

Los especialistas insisten a menudo en que el cáncer no es una enfermedad sino un gran número de ellas y, por tanto, no cabe pensar siquiera en que se logre nunca un remedio universal para el cangrejo maligno. Aun siendo así, un artículo aparecido en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences con Stephen B. Willingham, del Institute for Stem Cell Biology and Regenerative Medicine de Stanford (Estados Unidos), como primer firmante abre una nueva puerta a la investigación. La proteína CD47 funciona en los seres humanos como una señal de “no me comas” ante los macrófagos, los fagocitos que se encargan de liberarnos de microbios y células inservibles. En el 2000 se descubrió que la presencia en la membrana de CD47 sirve como contraseña para que la célula no sea destruida por los encargados de la limpieza que forman parte de nuestro sistema inmune. Pues bien, Stephen Willingham y sus colaboradores han descubierto que el mRNA CD47 que codifica la proteína se encuentra sobreexpresado en las células cancerosas.

El descubrimiento supone, para un ciudadano ajeno al mundo de la medicina, como soy yo, una sorpresa de lo más grata. Como Willingham et al indican, la proteína CD47 se ha vuelto, gracias a su trabajo, un blanco válido para la investigación dirigida hacia las nuevas terapias para el cáncer. De hecho, la administración en el trabajo experimental indicado de anticuerpos que degradan la molécula CD47 en ratones de laboratorio manipulados genéticamente para el desarrollo de tumores frenaron el curso de la enfermedad, prolongando la vida de los animales. Aun así, la cautela se impone. En primer lugar, porque no hay garantía alguna de que lo sucedido con los ratones tenga las mismas consecuencias en el ser humano.

Por añadidura, la experimentación en el laboratorio es siempre un primer paso necesario pero tiene que seguirle luego un camino lento y complicado hasta que se dispone de los productos farmacéuticos. Es posible que incluso ese último y deseable logro —si se consigue al cabo— no tenga un mismo efecto en todos los tumores cancerosos.

Es pronto, pues, para lanzar las campanas al vuelo aunque sólo sea porque supone una insensatez temeraria el dar falsas esperanzas a quienes soportan la angustia de una enfermedad así. Pero si al cabo se logra un avance, por pequeño que sea, en la lucha contra el cáncer, no es difícil imaginar quién puede llevarse un próximo premio Nobel.