Morir de nota roja para ser visto

Humberto Guzmán

Me enteré de la infausta noticia del asesinato de Guillermo Fernández (1932) por una nota del periódico. No sólo es el suceso de su muerte sino cómo fue perpetrada. Por medio de la barbarie. Según los diarios de Toluca, donde vivió sus últimos años, donde impartía un taller de poesía, fue encontrado maniatado, amordazado y golpeado en la cabeza.

¿Qué pudo haber hecho Guillermo para merecer tal final? Lo recuerdo como un hombre sensato, autor de una fina poesía. Amigo entrañable de Carlos Pellicer, hablaba del español Luis Cernuda. Alguna vez que estuve en su casa (en Tlatelolco, D.F.), coincidí con el poeta Pellicer, que, ya viejo, iba vestido con una chamarra deportiva blanca, con las mangas remangadas y no dejaba de hablar con su ronca voz. Cometí el sacrilegio de no atender a lo que decía por escuchar algunos discos de rock escogidos que tenía el anfitrión. Este, en realidad, era un aficionado empedernido de la música clásica.

Guillermo era generoso. Una vez le pedí que me recomendara en la agencia de publicidad donde laboraba con éxito. Dijo que hablaría con su jefe. Este lo desanimó. Contratarían a un joven egresado de la Ibero. Después me presentó con Sergio Pitol, que era su vecino en “la casa de las brujas”, en la plaza Río de Janeiro de la colonia Roma. Allí vivió bien, porque enfrente tenía el Dante Alighieri y una copia del David, de Miguel Angel, al centro de la plaza. Guillermo manejaba el italiano, ya como traductor; logró importantes versiones de poesía, cuento y aun novela.

Es triste que un poeta, un escritor, un artista, deba morir truculentamente para que su obra sea comentada, citada. Sospecho que él se valoraba más como traductor que como poeta. Fue modesto, no gustaba de espectaculares presentaciones, no buscaba los comentarios de sus libros ni las grandes editoriales. Me sorprendió saber que se publicó una reunión de sus poemas en 2006. Hace muchos años me lo encontré en la Zona Rosa y le dije que estaba escribiendo reseñas de libros para la Revista de la Universidad, cuando la dirigía el historiador y crítico de arte Jorge Alberto Manrique. Guillermo se rió, dijo que cuando uno ya no podía escribir más, se dedicaba a hacer reseñas en revistas. Sinceramente, me dejó helado. Yo era un chaval todavía, todo lo relacionaba con la literatura y los comentarios de libros eran parte del oficio de escritor.

Pero más me impresionó cuando me dijo que él a los siete años vagaba en las calles de su natal Guadalajara. No me explicó las razones. Al preguntarle qué hacía para sobrevivir, contestó que se acercaba a las iglesias y pedía limosna. Entonces sí quedé anonadado y deduje que él no había ido a escuelas, ni fue apoyado por algún familiar para su formación y que todo lo había hecho de manera autodidacta. Más mérito, sin duda. Así, escribió poesía de calidad, con un estilo directo que parece sencillo. Además, su obra como traductor del italiano. A pesar de aquello no perdió la ilusión de la vida, de la literatura, de la música, la generosidad y aun la alegría.

¿Merecía Guillermo ser asesinado y de ese modo tan salvaje? Poco después del hecho las autoridades declararon que no tenían pistas. Los vecinos dijeron que llevaba una vida tranquila y era de trato atento.

Uno o dos días antes, el escritor tuvo una reunión en su casa (por eso había algunas botellas de vino vacías y vasos usados), y el sábado 31 de marzo, su carro fue encontrado abandonado, abierto y con las llaves puestas.

Algunos amigos cercanos se reunieron a la puerta de su casa, tocaron, no hubo respuesta. Llamaron a un cerrajero (según El Economista) y lo encontraron sin vida, golpeado brutalmente en la cabeza, con las manos atadas y la cinta canela en la boca. La casa estaba en desorden, pero no se llevaron objetos de valor. Algo buscaban que no se sabe si lo encontraron o no. ¿Dinero, pruebas de algo que no convenía a los malhechores?

(Pese a todo, quiero decir que no creo que México esté sepultado por el caos y la violencia, como propagan algunos. El país funciona. No vivimos la invasión armada estadounidense de 1847 ni la Revolución Mexicana, en la que murieron muchos más de un millón de mexicanos y entonces sí hubo anarquía.)

Se cerró el circuito de la vida de Guillermo Fernández como empezó. En los primeros años fue orillado a vivir en las calles, y al final tuvo una cita con sus torturadotes y asesinos, que probablemente asistieron a la reunión de unos días antes en su casa.