David Huerta
La frase titular del libro de Efraín Huerta, Los hombres del alba (1944), muestra una faz doble: la soledad de la comunidad humana en el mundo, por un lado, y los fenómenos de la naturaleza, por otro; aquella soledad comunitaria —paradójicamente, social—, más parecida al abandono, está enmarcada en un hecho astronómico: el despuntar o comienzo del día, las luces indecisas de ese momento también llamado “crepúsculo de la mañana”.
En la visión de Efraín Huerta, la comunidad de los hombres parece abandonada; lo digo así pues me interesa señalar la tensión espiritual de su libro, manifiesta por el modo de abordar esos temas: por esa vía se sitúa con vigor en esa dimensión de la modernidad llamada secularización, es decir, la experiencia de un mundo de donde se han ausentado los dioses o bien, específicamente, el dios único de la civilización judeocristiana.
Todo el ser de los hombres —de esos “hombres del alba”— abandonados por la divinidad está puesto entre paréntesis, en agria tela de juicio —una tela de sudario y condenación— y al borde del abismo. Ese abismo tiene una forma y un volumen ya explorados por Charles Baudelaire en sus poemas precursores y fundadores de la modernidad poética: ese volumen, esa forma, es la ciudad nacida de la revolución industrial. En Baudelaire es el París de la primera ola de la industrialización: ciudad de bazares, de bulevares, de la Comuna y de la insolente burguesía revanchista. Es también el Madrid de Dámaso Alonso en Hijos de la ira, habitado “por un millón de cadáveres”.
La ciudad es lugar de martirio y extravío; en contadas ocasiones, un sitio de solidaridad, de lucha y de afirmación. Dos movimientos del cuerpo y del alma parecen las únicas puertas de salida y de redención: el amor, la rebelión. En esa doble dinámica está cifrada una buena parte de la energía poética de la obra. Nos enamoramos, nos rebelamos: y en esos momentos desaparece el agobio del abandono; para volver al instante a invadir la mirada y las anatomías, el sueño y la vigilia, el pensamiento y las sensaciones.
“La muchacha ebria” es un brindis, de lo cual nos enteramos en el último verso, el cuadragésimo; dice lo siguiente: “¡Por la muchacha ebria, amigos míos!”. Uno de los poemas más conocidos y declamados del canon poético popular —José Luis Martínez los llamó, con acierto y saludable ironía, “los poemas del corazoncito mexicano”— es otro brindis: el “del bohemio”, de Guillermo Aguirre y Fierro, poema de una sensiblería complaciente y relamida. El poema de Efraín Huerta se sitúa en las antípodas del “Brindis del bohemio”: es un poema descarnado, casi brutal, jaspeado por una extraña ternura. Por sí solo, justificaría los intentos de caracterización del prólogo de Rafael Solana a Los hombres del alba ante la poesía de Huerta en ese periodo de la última juventud del poeta.
El recurso anafórico del principio del poema se cifra en las palabras “este” y “esta”, deícticos, como los llama la gramática. Esas breves palabras muestran, señalan, indican una presencia y un hecho —aquí transfigurados, elaborados poéticamente—; ese hecho y esa presencia han captado poderosamente la atención del poeta. Él mismo invoca, solicita a su vez nuestra atención de lectores. Espera algo insólito: convertirnos, de simples lectores de un libro de literatura, en testigos de una experiencia:
Este lánguido caer en brazos de una desconocida,
esta brutal tarea de pisotear mariposas y sombras y cadáveres;
este pensarse árbol, botella o chorro de alcohol,
huella de pie dormido, navaja verde o negra;
este instante durísimo en que una muchacha grita,
gesticula y sueña por una virtud que nunca fue la suya.
La anáfora constituye una insistencia emotiva y retórica en forma de ritornello: una y otra vez, por medio del mismo recurso expresivo, en el poema se nos pide escuchar, leer todo lo ocurrido al poeta cierta noche, en compañía de una prostituta. Ella, esta prostituta —ninguna otra: ésta, individualísima, singular— es la “muchacha ebria” del título. Ella y él, solos —es decir, cada uno con su soledad a cuestas—, en la alta y amarga noche de la ciudad moderna, se conocieron, se encontraron. Podemos conjeturar por los versos cómo apenas conversaron; el encuentro fue corporal, físico, fisiológico; el conocimiento, entendida esa palabra en su sentido bíblico de apareamiento, tocó las fibras más íntimas, las más recónditas en la conciencia del poeta; lo invadió, lo hizo sumergirse en la crudeza de una experiencia imborrable, inolvidable.
Esos cuatro deícticos se resumen y se condensan, a la manera de una explicación o explicitación, encabezada por la palabra “todo”, después del punto y seguido, luego del cual, por el corte de los versos, se pasa a otra línea de recapitulación:
Todo esto no es sino la noche
sino la noche grávida de sangre y leche,
de niños que se asfixian de mujeres carbonizadas
y varones morenos de soledad
y misterioso, sofocante desgaste.
Todo lo enlistado al principio —actos, presencias, sensaciones— se cifra en la noche, en la oscuridad, en la morenía de los hombres y en la calcinación de esas “mujeres carbonizadas”, una de ellas, acaso, la desconocida en cuyos brazos ha caído blanda, lánguidamente, el poeta, en medio del deterioro creciente (ese “misterioso y sofocante desgaste”). Y a continuación llega la insistencia, el refrendo de la nocturnidad de esa escena y del conjunto de la enumeración:
Sino la noche de la muchacha ebria
cuyos gritos de rabia y melancolía
me hirieron como el llanto purísimo,
como las náuseas y el rencor,
como el abandono y la voz de las mendigas.
La muchacha ebria grita (lo hace, dice el poema, “de rabia y melancolía”) y se yergue, como si lo hiciera sobre escombros materiales y metafísicos, en medio de una escena de desolación tremenda: ella, enferma —manifiesta síntomas de una “naciente tuberculosis” (verso 32)—, disminuida, reducida a un estado inquieto y doliente de postración y abandono, deja una marca en el espíritu del poeta, un sello imborrable, impreso para siempre en la memoria. Por eso leemos casi al final del poema:
Este tierno recuerdo siempre será una lámpara frente a mis ojos,
una fecha sangrienta abatida…
Versos 38-39
Los siguientes dieciséis versos forman una enumeración con dos estribaciones, dos alas: tristeza y llanto con sus atributos, en primer lugar; el dibujo o retrato literario de la muchacha. Esta es la primera parte de esa enumeración:
Lo triste es este llanto, amigos, hecho de vidrio molido
y fúnebres gardenias despedazadas en el umbral de las cantinas,
llanto y sudor molidos, en que hombres desnudos, con sólo negra barba
y feas manos de miel se bañan sin angustia, sin tristeza
llanto ebrio, lágrimas de claveles, de tabernas enmohecidas,
de la muchacha que se embriaga sin tedio ni pesadumbre…
A partir de este verso —en él se menciona por segunda vez a la muchacha ebria—, el poema está íntegramente dedicado a ella:
… de la muchacha ebria que se embriaga sin tedio ni pesadumbre,
de la muchacha que una noche —y era una santa noche—
me entregara su corazón derretido,
sus manos de agua caliente, césped, seda,
sus pensamientos tan parecidos a pájaros muertos,
sus torpes arrebatos de ternura,
su boca que sabía a taza mordida por dientes de borrachos,
su pecho suave como una mejilla con fiebre,
y sus brazos y piernas con tatuajes,
y su naciente tuberculosis,
y su dormido sexo de orquídea martirizada.
El poema comienza a concluir —al final aparecerá el brindis con el cual se cierra— a partir de estos seis versos:
Ah la muchacha ebria, la muchacha del sonreír estúpido
y la generosidad en la punta de los dedos,
la muchacha de la confianza, inefable ternura para un hombre,
como yo, escapado apenas de la violencia amorosa.
Este tierno recuerdo siempre será una lámpara frente a mis ojos,
una fecha sangrienta y abatida.
¡Por la muchacha ebria, amigos míos!
Uno de los epígrafes en la edición definitiva del poema “Declaración de odio”, de 1973 —palabras del poeta argentino Raúl González Tuñón, a quien Huerta siempre consideró un maestro—, valdría también para “La muchacha ebria”, y quizás para el conjunto del libro: “Esto no es un poema, es casi una ‘experiencia’.” “La muchacha ebria” lo es de una manera particularmente intensa.
Puesto al lado del poema de Aguirre y Fierro, el brindis de Huerta por esa joven prostituta medio enloquecida de dolor, de alcohol y de enfermedad, resulta explosivo, como si estuviera escrito en otro idioma (en cierto modo, así es). El “Brindis del bohemio” aparece, en la confrontación, como una especie de caricatura risible; el poema de Efraín Huerta, en cambio, explora sin concesiones, sin patetismos fáciles, sin sensiblería ni melodrama de ninguna índole, una escena de estremecedora y vibrante intensidad trágica y existencial. Estoy consciente de la desproporción no poco escandalosa de ponerme a comparar, así sea superficialmente, ambos poemas, tan diferentes en el fondo aunque no en la forma. Con esto último me refiero a su sedicente “género”: el brindis poético; los dos poemas concluyen con el brindis propiamente dicho: debemos imaginarnos el bohemio y al autor —al “hablante”, se diría en la jerga académica actual— de Los hombres del alba levantando una copa de licor ante sus contertulios en una cantina. Hago esa comparación para mostrar la diversidad de visiones de la noche en la ciudad, uno de los grandes motivos poéticos modernos, de indudable linaje baudelaireano, y, sobre todo, para destacar los soberbios contenidos —así como las formas severas en las cuales se inscriben— de Efraín Huerta en el libro central de su obra poética.
“La muchacha ebria” sería, en los términos de esa comparación desproporcionada, un poema en verdad maldito y auténticamente feroz, y el brindis bohemio de Guillermo Aguirre y Fierro un poema mansamente bendito, dentro del marco histórico de la poesía mexicana en los últimos dos siglos. Nada más diferente de la madre idealizada de Aguirre y Fierro y su bohemio que la muchacha lumpen y daimónica de Huerta.
En muy pocas ocasiones la emoción poética específicamente moderna había encontrado cauces formales y módulos expresivos tan eficaces. “La muchacha ebria” es una visión profunda de la miseria, del quebranto, de aquello que los pensadores existencialistas del siglo XX denominaban el “estado deyecto”, es decir, esa circunstancia del ser en un mundo secularizado y sus consecuencias o efectos: estados tensos y extremos de abandono, de angustia y conciencia de la ruina, además —en el caso del poema huertiano— de una extraña solidaridad en la cual se mezclan, también, sensaciones de horror y desagrado. Ω
