Lorel Hernández Manzano
Presentación de El ocaso del Porfiriato.
En 1888, el periodista, poeta e historiador jalisciense Manuel Puga y Acal presentó la poesía nacional en los siguientes términos: “en México, país nato de las libertades, la república de las letras se había transformado en monarquía… mejor dicho: en Iglesia. Había pontífices y sacerdotes y, según las circunstancias, según las necesidades del culto, algunos gacetilleros desempeñaban, ora el papel de eunucos de la Capilla Sixtina, entonando con voz atiplada pomposos ditirambos al santo del día, ora el de sacrificadores, flagelando sin piedad a los disidentes y heresiarcas. La crítica literaria, trasunto de la verdad en materias de arte, no podía salir del pozo en que la habían arrojado, a golpes de incensario, los miembros de la Sociedad de elogios mutuos. Yacía ahí, muda, exangüe, acobardada. ¡Ay de aquél que se atrevía a mirar cara a cara a alguno de los soles de nuestro cielo literario!” En este tono presentó Puga y Acal, bajo el pseudónimo de Brummel, la serie de ensayos críticos que había comenzado a publicar en marzo de 1888, en su sección “Cuestiones literarias” del periódico El pabellón nacional. Se trataba de la crítica literaria en torno a los tres poetas mexicanos más importantes de la época: Salvador Díaz Mirón, Manuel Gutiérrez Nájera y Juan de Dios Peza, conjunto al que llamó “el triunvirato de la poesía patria”. Estos artículos fueron respondidos por cada uno de los poetas, dando lugar a una polémica que concluiría cinco meses después y sería reunida bajo el título de Los poetas mexicanos contemporáneos.
El método de Puga y Acal consistió en escoger el poema más representativo del autor en cuestión. En el caso de Díaz Mirón, realizó el análisis del poema “A Bayron”, de Gutiérrez Nájera eligió “Tristissima nox” y de Juan de Dios Peza “En vela”. Los aspectos de mayor importancia en su análisis fueron la unidad de forma y contenido, el sentido profundo, la retórica, la claridad de imágenes y el uso inteligente de las influencias extranjeras. Para Puga y Acal, el análisis debía estar dirigido al poema, sin contemplar las opiniones personales del crítico, sus simpatías o antipatías. Deseaba quitar el carácter de ofensa a la crítica, pues veía en ella a una compañera del arte capaz de ayudarlo y sostenerlo, pues, como él mismo decía, “si alguna vez la literatura mexicana llega a tener forma propia y genuina, y a merecer que se le cite al lado de las que han contribuido al progreso del arte en el mundo, tal acontecimiento sólo podrá realizarse con ayuda de la crítica y a la luz de su mirada escudriñadora y luminosa”. Sin embargo, ni los poetas cuestionados ni los admiradores de esos poetas vieron en la crítica un adelanto de la poesía nacional, ni luminosidades y mucho menos el rostro de un amigo o un compañero. Todo lo contrario. Díaz Mirón, poeta a quien le gustaba entrar en contienda, pero en esta ocasión no podía utilizar la pistola que siempre llevaba en el cinto, respondió con artificiosa humildad señalándole a Puga y Acal su ignorancia de la Biblia; Gutiérrez Nájera expresó que “un crítico, o debe habérselas con los muertos, o con los autores extranjeros que no conozca ni de vista, o ser huraño, un hombre sin amistades, algo a manera de Robinson, en una isla desierta de cariños”, y Peza, ya exacerbado, tachó a todos los críticos de “envidiosos, imbéciles, reptiles ponzoñosos, ladrones de gloria”.
Pero fue la crítica a éste último, a quien también se le conocía como “el cantor del hogar”, la que despertó verdaderas pasiones: más de un poeta salió en apoyo de Peza, la gente agredía a Puga y Acal en la calle, numerosos periodistas atacaron con dureza al crítico y el periódico El Combate tuvo el arrojo de dar a conocer las elogiosas cartas dirigidas a “el cantor del hogar” por parte de Gaspar Núñez de Arce, Emilio Castelar, Juan Valera, José Selgas, Antonio Grilo y otros poetas españoles, a propósito de la antología La lira mexicana. Brummel, pseudónimo que el crítico tomó del famoso dandy inglés George Bryan Brummel, quien a principios del siglo diecinueve encabezó la moda y el buen gusto en el vestir, respondió en los siguientes términos:
A Peza, que entre inspirados
es inspirado sin par
–según los certificados
que tiene en casa, firmados
por Grilo y por Castelar
Y más adelante continúa:
Que zurcir frases sonantes
y pergeñar con soltura
cien renglones rimbombantes
es juego de consonantes
pero no es literatura
Años más tarde, Salvador Novo debió su “Primer odio” a Brummel: Yo sabía recitar Fusiles y muñecas / y la Serenata de Schubert y A Byron, / pero en la librería de mi casa / estaba un libro de don Manuel Puga y Acal, / Poetas contemporáneos —188…— / en que se destrozaba a mis ídolos / y yo odié terriblemente a don Manuel Puga y Acal.
Uno de los principales aspectos que Brummel criticó en Peza fue su “deficiente cultura, exclusivamente hispánica y que más bien pertenecía a la pasada generación; no podía comprender siquiera innovaciones que, en España, ni Núnez de Arce, ni Campoamor, ni Emilio Ferrari, ni Antonio Grilo habían aceptado”.
Por su parte, quien tachó a Puga y Acal de “afrancesado” no se equivocó: a los 16 años fue enviado por sus padres a Europa. Cursó el bachillerato en Ciencias y Letras en el Colegio Juilly, en París; y más adelante comenzó sus estudios de ingeniería en la Escuela Provincial de Minas de Mons, en Bruselas. El escritor Genaro Fernández McGregor se pregunta si “¿esa primera educación científica sedimentó [el intelecto de Puga y Acal], definitivamente, sobre una base de Positivismo?” Tal vez. Comte estaba en todos lados. Puga y Acal no concluyó sus estudios superiores: estaba interesado en aprender la lengua de Racine, en profundizar en las literaturas tanto francesa como española, y en aspirar, con todas sus fuerzas, el ambiente intelectual que se le ofrecía por medio de la bohemia parisina. Seguramente, fue un asiduo lector de la Revue des Deux Mondes, donde aparecían los trabajos de crítica literaria más influyentes de la época. Ferdinand Brunetière se ocupaba entonces de realizar la crítica a la novela naturalista y Jules Lemaître se basaba en la impresión para analizar las obras contemporáneas. A su vez, Puga y Acal nunca dejó de mirar hacia España ni de reconocer la influencia de los críticos españoles: Leopoldo Alas “Clarín” entonces se cuestionaba sobre el verdadero españolismo, el cual, según él, debía consistir en la asimilación de los elementos dignos de aclimatarse en tierra patria. Y el estilo de Juan Valera en el crítico mexicano es innegable. Aquí Valera: “La mayor [de las dificultades que presenta el crítico es] la amistad y convivencia de cuantos nos llamamos literatos, y el convenio tácito que se diría hemos hecho de no descubrir al vulgo nuestras faltas. Por ejemplo: yo voy por ahí diciendo que soy un admirable helenista. El vulgo me cree y los sabios no me desmienten. Si tal sabio descubriese que yo no sé la lengua griega, descubriría yo que él no sabe la arábiga, y que el de más allá no sabe la hebraica, y nada ganaríamos con quedarnos unos sin griego, otros sin hebreo y sin árabe los demás. De esta suerte hemos venido a formar, a semejanza de los antiguos colegios sacerdotales, donde se custodiaba y escondía la ciencia a los ojos profanos, una especie de colegio sacerdotal, donde se custodia nuestra ignorancia oculta, dejando que la poca ciencia que tenemos discurra libremente y con desenfado por esas calles y plazas”. En efecto, nada más lastimoso que la deficiente cultura del escritor vuelta asunto público y si ya es difícil de aceptar la crítica literaria, la crítica literaria hecha con el regocijo de la mordacidad resulta traumática.
Ante los ataques de Juan de Dios Peza, Puga y Acal salió a la defensa de Brummel bajo el pseudónimo de Facistol, ¡quien resultó ser mucho más temible! Y se dio gusto con el poema “A Benito Juárez”. Facistol se ocupó de las décimas en los siguientes términos:
Hay que notar aquí cuánto le gusta al señor Peza hablar de Prometeo y de su buitre. En el poema “En vela” dice: Y aun sufro como en la roca / con buitre, Prometeo. Y en unos tercetos que llevan el título de “¡Imposible!”, que son muy bellos por cierto, y que publicó el domingo pasado en El Pabellón Nacional, dice Peza: “dejóme en los desiertos de la ausencia /como quedó en la roca Prometeo”. Parece que Prometeo es el único personaje mitológico que Peza conoce, y aunque habla demasiado de él, hay que dispensárselo, porque cuando habla de otros es mil veces peor.
La polémica había llegado a su fin. Así lo reconoció Peza. Sin embargo, lo que entonces pocos reconocieron fue el comienzo de la profesionalización de la crítica literaria en México, aunado al cambio de los modelos literarios: del Romanticismo español a las corrientes derivadas del Romanticismo francés. Un viraje en la orientación intelectual que demeritó injustamente el valor de la poesía de “el cantor del hogar”. En esos años, la literatura nacional abandonaba la expresión heredada de Espronceda, Zorrilla, Campoamor. Ya Altamirano había planteado la independencia intelectual de México respecto de España, sin embargo, su deseo no se cumpliría con los escritores de su generación, sino en la obra de los modernistas, grupo cultural que tenía por exigencia un mayor rigor en la composición, así como una verdadera asimilación de la literatura francesa, pero no como una burda réplica formal y mucho menos como la importación de una sensibilidad artificiosa.
Aunque bien lograda su obra poética, Puga y Acal no consiguió independizarse de sus influencias para alcanzar la poesía “nacional genuina” que tanto deseaba, pero sus esfuerzos en la crítica literaria sí lo conseguirían de manera inmediata en la obra de Salvador Díaz Mirón y Manuel José Othón.
Díaz Mirón, completamente opuesto al poeta viajero, cosmopolita y culto, desarrolló una poética, hasta entonces impensada, bajo la sombra del presidio. En 1892 fue encarcelado en Veracruz bajo el delito de homicidio. No era la primera vez que mataba, pero sí la primera en ser encarcelado. Durante el encierro y acosado por la furia de lo que él consideró la mayor de las injusticias, se aventuró en la síntesis de las raíces latinas de la poesía española y las estéticas simbolista, parnasiana y decadentista, en relación con una sensibilidad tan violenta como trascendental. El nuevo siglo se iluminó con Lascas, poemario que, en palabras de Puga y Acal, era “tan moderno en su fondo cuanto impecablemente castizo en su forma”.
Por otra parte, Manuel José Othón fue un burócrata acosado por la pobreza y la enfermedad. Luis G. Urbina lo recordaba como un juez de aldea: “letrado lugareño, quien, distrayendo su juventud montaraz por bosques y rancherías, por valles y cumbres, llenó su espíritu de naturaleza. Supo verla, entenderla, traducirla, fraternizar con ella, amarla. Por largas temporadas prefería la amistad del campo, de las llanuras arboladas o desiertas, al trato de los hombres. No era un misántropo pero sí un solitario. Gustaba a menudo de pasarse horas enteras tumbado a la sombra de un ramaje y con los ojos fijos en el libro que sostenían sus manos.” Curiosamente, nunca se vinculó con la poesía francesa de las últimas décadas del siglo XIX; al contrario, se mantuvo apegado a las formas clásicas. El propio Othón apuntó que en una excursión por la Sierra de Corona, llevaba consigo el libro de Puga y Acal Los poetas mexicanos contemporáneos (1888), y al leer los argumentos del crítico, rodeado de aquellos paisajes que lo abismaban, la reflexión en torno a la independencia intelectual, el cuestionamiento sobre la identidad nacional era ineludible: ¿qué era lo peculiar en la poesía mexicana?, ¿cuáles eran sus preocupaciones, sus temas, su sensibilidad? En palabras de Othón: “tuve la debilidad, por no decir el atrevimiento, de ensayar mis escasas fuerzas en el género descriptivo, pues creía sentir, amar y comprender aquella espléndida naturaleza que me cobijaba…” A partir de ese momento, Othón deposita en sus versos “algo de su propia vida interior”, ya completamente fundida con el paisaje, que es el paisaje mexicano y se encuentra “En el desierto. Idilio salvaje”.
Yo debería concluir esta breve evocación de Los poetas mexicanos contemporáneos con una imagen del crítico, vestido como Dandy inglés, o con un poema de la antología El ocaso del Porfiriato, pero prefiero cederle una vez más la palabra a Puga y Acal: “He terminado. A fuerza de leal debo manifestar que para hacer una crítica de Gutiérrez Nájera –lo mismo respecto a Díaz Mirón– he escogido una de sus mejores composiciones, y tengo la certeza de que los lectores que hayan leído esta crítica me concederán la razón.”

