Como un homenaje al gran hombre de letras que fue Carlos Fuentes, a continuación reproducimos un texto suyo escrito cuando fue colaborador de Siempre! Fue publicado en nuestro suplemento La cultura en México, en ocasión de los diez años de la muerte de Alfonso Reyes [número 833, 11 de junio de 1969].
La obra de Alfonso Reyes:
Por Carlos Fuentes
Gracia, bondad, calor humano: éstos eran los signos de la amistad de Alfonso Reyes. Yo quise entrañablemente al viejo don Alfonso; aunque no hubiese leído una página de su obra, su amistad me hubiese bastado pare recordarlo y amarlo siempre. Pero no se trata aquí de analizar los motivos de mi particular afecto hacia Reyes; permanezca ese cariño en el nivel secreto que le corresponde.
Conocemos las evidencias de su –obra. Fruto de la disciplina y de la integridad intelectual en un país de improvisaciones y pretextos, de días y trabajos dilapidados en el sarcasmo y el ingenio de café. Fruto de la reverencia más honda hacia los quehaceres de los hombres, en un país en el que las burlas disfrazan las insuficiencias. Fruto —se ha dicho tanto— de la vocación literaria más firme y frondosa que ha dado un país caracterizado por la alegre renuncia, por la fácil acrobacia que utiliza el trampolín literario para alcanzar otros, más cómodos trapecios. Fruto inevitable de una superioridad intelectual, espiritual, que contrastaba violentamente con la resignada mediocridad que México acostumbra consagrar.
Pero la obra de Reyes sería bien pobre si sólo se midiese en comparación con la pobreza ambiental. La verdadera grandeza de Reyes sólo admite dos patrones: la totalidad objetiva de la obra y la intensidad con que supo proyectar, reflejar y dar orientación a las más urgentes y profundas realidades de su comunidad.
La obra de Alfonso Reyes es, ante todo, la más coherente respuesta humanista que nuestra sociedad aún informe ha recibido. Iluminada por la certeza de que sólo la inteligencia puede construir una comunidad viable, la obra de Reyes significa la decisión de vencer el fatalismo que, en tan grande medida, ha envenenado nuestra vida histórica. En apariencia, la retórica optimista que priva en Mexico declara su confianza en la capacidad activa de los mexicanos para regirse democráticamente. Pero en la realidad, y una vez que la retórica se ve obligada a dar contestación concreta a solicitudes concretas, ¿no sigue imperando un fatalismo tiránico? Fatalismo geografico: se nos recuerda asiduamente que México no puede proyectar con independencia su propia comunidad humana sin deferencias a una vecindad lamentable, sí, pero fatal. Como Porfirio Díaz, seguimos exclamando con resignación y estoicismo: “¡Pobre Mexico, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos!” Fatalismo social y político: se nos recuerda asiduamente que los vicios de nuestra organización son definidos, con carácter fatal, por la ignorancia, la abulia y la miseria de nuestro pueblo. Fatalismo económico: se nos recuerda asiduamente que las relaciones de producción son obra del azar, y que la eventual riqueza de México no será resultado de una política social democrática, sino del juego fatal de intereses individuales que, al promover su propia riqueza, acabarán por hacer la de todos.En este contexto, era difícil que la lección objetiva de Alfonso Reyes fuese comprendida. No obstante, fue bastante clara y, sobre todo, necesaria. Su sentido final consistió en afirmar un programa de la inteligencia por encima del azar, el fatalismo, eI desaliento. Inteligencia contra contingencia. ¿Cuál es el sentido del universalismo de Reyes, sino el de vigorizar al máximo nuestra capacidad de resistencia y creación ante el fatalismo geográfico? Al Mexico parroquial, aislado —y por ello fácil presa de las múltiples maneras de la intervención y la prepotencia norteamericanas— Reyes le dijo que el mundo era nuestro y que ninguna posibilidad de la acción y del espíritu, por audaz que pareciese, nos había sido vedada: “Sólo puede sernos extraño lo que desconocemos”. Atacado a menudo por la mezquindad y la ceguera chovinistas, Reyes continuó exponiendo la teoría histórica de Toynbee, continuó hablando de Mallarmé y el Arcipreste de Hita, continuó adentrandose en los secretos de la física moderna o de la caverna platónica, continuó rescatando a Góngora. Nos estaba advirtiendo que la historia, la literatura, la ciencia, la técnica, el pensamiento del mundo eran nuestros por derecho propio, sin necesidad de justificación o disculpa. Es más: en sus grandes libros, El deslinde, La experiencia literaria, Capítulos de literatura española, Ancorajes, Junta de sombras, Reyes tradujo a términos mexicanos y lartinoamericcmos la summa de la cultura occidental: desde ahora contaríamos con una prosa dotada de la flexibilidad, el humor, la precisión, el brillo y la penetraci6n indispensables para poseer nuestra verdadera tradición, hacer nuestro lo que necesitásemos para ser plenamente humanos, rechazar los lastres que nos estorbasen, seleccionar y cancelar. Reyes se quejaba de que América Latina siempre llegaba con cien años de retraso a los banquetes de la civilización. Gracias a su obra, ese retraso secular fue superado, no de una manera gratuita, sino en exacta tensión con nuestra realidad más profunda, la que Reyes mismo articuló en libros como Visión de Anáhuac, Letras de la Nueva España, La X en la frente y, sobre todo, en su obra dramática, Ifigenia Cruel, una de las instancias más cruciales y transitivas de nuestra literatura: verdadera frontera —paso, pasión y apetito— de nuestros sentimientos de exilio, orfandad y excentricidad en trance de cruzar a la tierra de la comunidad, la identidad y la universalidad. Para Reyes, la acción humana era nuestra, con privilegio idéntico al de cualquier otro pueblo, aunque sin sacrificio de nuestras probables aportaciones singulares: sólo podíamos ser provechosamente nacionales siendo generosamente universales.
Alfonso Reyes es el primer mexicano del siglo XX que piensa y actúa con autonomia y grandeza, sin pedirle permiso a las jícaras de Tabasco o al Río Grande del Norte.
De esta manera, la obra de Reyes también es una respuesta al fatalismo político y social de Mexico. Toda su obra lo niega y, en cambio, expone los presupuestos educativos necesarios pare superar el fracaso cultural que, entre nosotros, ha justificado la supervivencia de sistemas políticos paternalistas. A la verticalidad opresiva de la autocracia azteca, sucedió una verticalidad no menos enajenante: la estructura hispánica y sus características: la gratitud y la esperanza trasladadas de los asuntos religiosos a los seculares; la voluntad personal, y no las exigencias objetivas del orden social, como úica fuente aceptada de la acción; la identidad de la apatía, la gracia y la providencia; la apelación al poder superior (cacique local o presidente nacional) como esperanza perpetua de protección; la escatología del Hombre Salvador; las prerrogativas de la Ciudad de Dios trasladadas a la esfera de las necesidades de la Potestas terrestre.
Este verticalismo paternalista sólo puede superarse mediante una mutación cultural básica. Pero, en México, tanto la Reforma como la Revolución fracasaron en la educación del pueblo: aquélla pensó que el positivismo bastaría para dar una conciencia moderna a nuestro país; ésta, lejos de superar la educación positivista, la acentuó al importar los raquíticos esquemas de la escuela “práctica” norteamericana. En ambos casos se sacrificó la única vía de educación verdadera, el único camino que enseña a un pueblo a pensar y a elaborer sin dogmas pragmáticos, místicos o escatológicos los programas de su comunidad: el humanismo crítico, o la elaboración crítica de las ciencias humanas. Inevitablemente, la educación lineal, estadística, conformista, del positivismo y de Dewey, ha mutilado la posibilidad de una conciencia crítica en nuestro país. Nos rige una élite que funda su sabiduría en la acumulación de datos y noticias y que desprecia la inteligencia crítica —humanista y cientifica— capaz definir los problemas verdaderos de la comunidad mexicana y de otorgarles, en consecuencia, rango y prioridad. He aquí los frutos de la educación mexicana: un país ayuno de opinión democrática; un país que carece de metas a largo plazo; un país que vive al día (o al sexenio); un país cuyas clases superiores han convertido en dioses a los pequeños fetiches de neón, níquel y celuloide de la subeducación.
La paideia de Alfonso Reyes era muy distinta. Para él, la educación significaba enfrentarse a los problemas radicales de la vida personal y de la convivencia social, y no una enumeración de datos inútiles y secundarios. Para él, educar no era un alarde primario y fragmentado, sino una integración total de las posibilidades de cada hombre en su comunidad. Para é1, 1a educación era inútil si no corría pareja al mejoramiento económico y social. Para é1, educar era un acto en profundidad, más que en extensión, y su raíz se encontraba en el conocimiento de algunas grandes obras. Para él, el azar sería vencido por un programa en el que la inteligencia propusiese fines humanos democráticamente elaborados y consentidos. Para él, la cultura cumplía el fin político primordial de enriquecer la inteligencia pública a fin de que la opinión supiese escoger responsablemente hombres y metas. Para él, cultura era idéntica a democracia activa. No en balde deslinda nuestra sociedad a la cultura de la politica: ésta, sin aquélla, se convierte en ejercicio esporádico, engañoso y burocrático: en puro statu quo. No en balde es toda la obra de Reyes un programa de cultura política: su sentido consiste en alentar el ascenso de la voluntad del pueblo a un pleno ejercicio de la responsabilidad ciudadana. Pleno ejercicio: político, intelectual, económico, en la fábrica, el sindicato, la universidad, la redacción de periódico, el centro de investigaciones, los partidos, las organizaciones del campo, los municipios, los parlamentos y aun las aparentes soledades del artista. Reyes, en fin, sabía que tanto la mística reductiva del desarrollo económico per se como la mística expansiva del cambio social por decreto no serían validos si no los acompañase una conciencia cultural que cambia a los hombres a fin de que los hombres cambien a las cosas. Sin cambio cultural, no sería posible afectar el carisma vertical del poder que hoy reduce, en México y en América Latina, la participación de individuos, grupos y masas a simples gestos desnudos.
¿Caución revolucionaria? Sí, un cambio radical de las apolilladas estructuras latinoamericanas sólo puede ser efectivo si es revolucionario. Sin embargo, hacer caso omiso de las oportunidades de cambio fuera de la perspectiva apocalíptica, es aplicar a la revolución el pensamiento providencial que criticamos; es sentarse a esperar a Godot. Subrayo, quizás la situación mexicana: un cambio radical, por el momento, parece excluido en México. De allí que la verdadera acción revolucionaria en nuestro país sea tan modesta como concreta. Nuestro desafío inmediato consiste en llenar el vacío de poder con organizaciones plurales de naturaleza social y económica. En una sociedad injusta pero estable, no tenemos otro camino que el de educarnos para ejercer el poder de ciudadanos y hombres libres fuera de las exigencias feudales de la relación entre señor y siervo, entre sátrapa y cliente.
La obra de Alfonso Reyes es una carga de dinamita a largo plazo. Como todo gran escritor, sembró de señales para el futuro el terreno yermo del presente. Como todo gran mexicano, tendió un puente para el porvenir de su pueblo: un porvenir que él entendió ajeno a esos fatalismos empobrecedores y enajenantes; un porvenir que él quiso radicar en proyectos de la inteligencia y la voluntad. Sobre el enorme muro mexicano del crimen, la inepcia y la corrupción, Alfonso Reyes escribió, para siempre, las palabras ejemplares de un encuentro: el de la responsabilidad personal de un escritor libre y el de la responsabilidad común de un pueblo que, milagrosamente, ha mantenido su esperanza en medio del fatalismo y la explotación que le han impuesto demasiados hombres crueles, cobardes y necios.


