La verdad, su virtud y pecado
Guadalupe Loaeza
Doña Lola siempre le habló de tú a la vida. Para doña Lola no había imposibles; bastaba con que se le metiera una idea en la cabeza para lograr sus metas. Doña Lola no tenía pelos en la lengua; para ella lo más importante era la verdad. Allí radicó su mayor virtud y su mayor pecado: su verdad, frecuentemente, no correspondió con la de los demás. Y por decirla a los cuatro vientos, a lo largo de más de ocho décadas, doña Lola se metió en muchos líos. “Bueno, pero ¿por qué se enoja conmigo si lo único que dije fue la verdad?”, se preguntaba constantemente doña Lola.
Lolita, como la llamaban cuando era niña, fue una excelente estudiante. Desde muy pequeña, y gracias a sus monjas francesas, aprendió a amar a Francia; de este país se sabía de memoria geografía, historia y literatura. A sus nueve hijos los mecieron con la música de Charles Trenet, Jean Sablón y Patachou; por las noches, cuando los escuchaba, evocaba su douce France como si se tratara de su segunda patria.
“Si es francés, tiene que ser inteligente”, acostumbraba a decir doña Lola. Cuando cumplió sesenta años se inscribió en el Instituto Francés de América Latina para obtener su diploma de La Sorbona; sus maestros, madameAlberros, madame Legros, el escritorJean-Marie le Clezio, se conmovieron con esta alumna tan entusiasta y
entregada a sus cursos. Cuando formulaban una pregunta a los alumnos, la primera en levantar la mano siempre era doña Lola. “Vous avez
dejà repondu”, le decían constantemente; pero era inútil, su pasión por hablar francés era más fuerte que ella y se pasó las clases con el brazo extendido.
El noviazgo de doña Lola con don Enrique, que fuera su marido por más de cincuenta años hasta que él murió, fue uno de los más conocidos de su época. “Eran los novios más enamorados que conocíamos”, aseguran sus contemporáneos. Horas y horas se pasaba don Enrique recargado en un farol, esperando a que saliera su Dolores por la ventana. “¡Ya me voy porque mi papá es tremendo!”, decía doña Lola; temerosa de aquel padre exigente y autoritario. Tal vez fue él la única persona a quien doña Lola le tuvo miedo en su vida.
Doña Lola y don Enrique tuvieron muchos hijos, y con ellos muchas satisfacciones pero también disgustos y problemas. Entre ocho mujeres, nada más tuvieron un hijo hombre; nacido el 10 de mayo, fue el mejor regalo de madres que jamás recibiera doña Lola.
“Ay, Enrique, ¿cómo vamos a casar a tanta mujer?”, le preguntaba doña Lola a su marido en sus noches de insomnio. “No te preocupes, Dolores”, le contestaba don Enrique. Con el tiempo acabó teniendo razón: todas sus hijas se casaron. Pero bien dice el refrán que “genio y figura hasta la sepultura”; doña Lola, luego se preguntó, cuando no podía dormir: “¿Con quién se casarán mis nietas? Ay, Dios mío, que se casen con quien quieran pero que no sean pelados”. Y es que doña Lola si algo odiaba era a los “pelados”, las personas de poco entendimiento y los cursis.
Cuando platicaba con sus nietas de sus novios, lo primero que hacía era preguntarles cómo se llaman, de quién son hijos y si tienen dinero. “Ay, niña, es que sin dinero no se puede hacer nada en la vida”, comentaba siempre que podía a sus nietas.
Para doña Lola lo más importante fue tener armas en la vida; por eso una de sus obsesiones fue siempre educar a sus hijos con ellas. Con muchos sacrificios a todos los mandó al extranjero para que aprendieran idiomas. Bueno, es que doña Lola era medio malinchista; como se dice, a ella le encantaba todo lo extranjero. Sin embargo, adoraba Guadalajara, el mole poblano, las tortas de pavo de Los Guajolotes y los arrayanes. Muy seguido se pasaba temporadas largas en París, pero de pronto una buena mañana se despertaba: “Ya me quiero ir a México. Ya acabé de estar. Extraño mi casa, mis largas conversaciones telefónicas y mis telecomedias cursisísimas”.
Una de las pasiones de doña Lola, además de leer, era platicar con todo el mundo. Seguido se iba a desayunar a El Café del entonces Hotel Presidente Chapultepec. Allí platicaba con todos; con el capi, los meseros, los asiduos y hasta con gente que nunca había visto en su vida. “Y usted, ¿cómo se llama?”, preguntaba de repente, si de casualidad veía a una persona sola que esperaba a alguien a un lado de su mesa.
Doña Lola también era simpática; le encantaba hablar de política, de los últimos libros que leía y de los logros de sus hijos. “Allí en El Café, me dijeron que ya se venía una devaluación.” “Quién sabe quién me dijo que el próximo presidente va a ser tal…” “Y ahora que quiten los ceros, ¿qué vamos a hacer?”, preguntaba a sus amigas de toda la vida por teléfono. Al aparato no podía dejarlo ni dos minutos; hasta su muerte, doña Lola sufrió de una grave enfermedad que se llama “telefonitis”.
Como para doña Lola no existía el reloj, podía perfectamente hablar a las seis de la mañana a una de sus hijas y preguntarle con una voz fresca y muy jalisciense: “¿Qué tienes de nuevo?”. Lo mismo sucedía a las dos de la madrugada.