Guillermo Samperio
Alguna ocasión, cuando Juan Rulfo visitaba la biblioteca de una universidad de Estados Unidos y el diligente rector lo introdujo en una sala especial, en cuya puerta pendía el letrero con el nombre del autor de El gallo de oro, Rulfo se quedó un momento observando los estantes repletos de ensayos, tesis y estudios sobre su obra. El rector lo miraba orgulloso y esperaba el comentario del escritor, quien no hizo esperar más a su interlocutor: “¿Y todos estos han vivido y se han alimentado de lo que yo he escrito?”. Las palabras de Rulfo fueron de afilada incomodidad, pero de cualquier modo señalaban hacia él mismo: aunque era el narrador mayor del siglo xx latinoamericano, compartiendo rating con Kafka o Virginia Wolf a nivel universal, este Juan tuvo que seguir trabajando en oscuras oficinas burocráticas hasta su muerte. Sin embargo, el poder, el sistema, olvidó que “Pedro Páramo es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de la literatura”, como escribió, en su acostumbrado laconismo, Jorge Luis Borges.
De esta forma, a través de trastocamientos, Juan Rulfo entra en la rotonda de la literatura universal. La primera edición de Pedro Páramo es de 1955: quiere decir que la empezó a escribir unos tres o cuatro años antes. Pero anteriormente ya había escrito El llano en llamas, conjunto de cuentos que le sirvieron de base y de experiencia narrativa para redactar luego el texto mayor. En la niñez y la adolescencia de Rulfo están los recuerdos de los últimos estertores de la Revolución Mexicana, pero en especial los de la Guerra Cristera (de ahí que el padre Rentería se incorpore a las fuerzas de Cristo Rey). El símbolo trastocado de mayor importancia se encuentra en el señalamiento de esos acontecimientos violentos. La guerra la hizo el pueblo vivo que, en la visión de Rulfo, devino en pueblo muerto: la guerra se hizo para que viviera el pueblo, por la natividad de una nueva república. La escritura de Juan Rulfo es la visión del desencanto, del despertar desolado y sin esperanza. Es el México rural agotado por la Revolución y el levantamiento cristero, pueblos fantasmagóricos como Luvina y Comala están enraizados a un tiempo que no transcurre, lugar donde los muertos deambulan y los recuerdos son murmullos, en un ayer eterno o en un futuro prometido pero estafado. Vaticinó que el último reducto del poder arbitrario y terrible, para México, serían los caciques rurales y urbanos, como Pedro Páramo. Allí donde se ha generado la pobreza extrema, la marginación, el miedo y la sumisión, allí se encuentra uno de los Páramo.
Los caminos de Rulfo son páramos. Se camina incansablemente. Quienes lo hacen son campesinos pobres, sin caballos. La horizontalidad es el único camino, por interminable, por ancha. Quién diablos haría este llano tan grande, para qué sirve. Vuelvo hacia todos lados y miro el llano. Tanta y tamaña tierra. Es raro encontrar verticalidades: árboles, sombras que se proyecten. Y por aquí vamos nosotros: la visión de los vencidos. La burla al ser: “no se vayan a asustar por tener tanto terreno para ustedes solos”, dice una voz en la novela.
Caminar con desilusión, con la burla, o el castigo a cuestas, es como caminar doble, como caminar y andar al mismo tiempo sin que sean uno solo. Si intentamos crear un marco histórico, suponemos a estos cuatro caminantes como ex cristeros desmovilizados a fuerza. Es la época cardenista, en plena reforma agraria, y el gobierno les ha dado unas tierras inservibles, quizá para mantenerlos apartados de los centros de población, por escarnio, o como efecto de una reforma agraria burocrática y ciega que reparte tierras porque sí, para cumplir con un plan teórico. En Pedro Páramo la burla es mayor: el poder del cacique es absoluto. En alguno de sus cuentos, Borges escribió que olvidamos que somos sombras que caminan entre sombras.